de
PAISES COMO PUENTES LEVADIZOS
VISITAS DE MI MADRE ( I )
La primera vez viniste en primavera
vivíamos en la casa de
tres pisos
con manuel y la carmen
francisco no había nacido
todavía
y los italianos cosechaban las uvas
de los patios
traseros
dejando acidarse el aire con ese fermento
repugnante de
los vinos de ontario
tú te maravillabas de la suavidad esponjosa
de los quesos de
holanda
del calor que te aplastaba al porche
y al zumbido de
abejas enfiestadas con las flores
tejías incansable esas chalecas
coloridas
que a sebastián le fastidiaba
ponerse
(tan gringo él que
prefería un cortavientos liviano)
y rumoreabas con el viento tu
lenguaje de palabras inmóviles
y gestos hieráticos
mientras en la
zona oscura de nuestra conciencia
volvía una y otra vez al horroroso
país
de donde no quisimos salir nunca.
EXPERIENCIA CANADIENSE ( II )
Indicaciones de
mirarse al espejo con la barba
raleando en las mejillas, los ojos
hundidos
y entreverados a la ebanistería de los muebles.
Una
súbita inclinación a volver más temprano,
un tangible cansancio en
medio de la tinta
que va dejando en la caoba sus marcas
polvorientas.
Las explicaciones están de más por ahora
y el tiempo abunda en
las habitaciones desiertas
donde un gesto sigue cansadamente a otro,
donde
las páginas se tornan amarillas y los libros
esconden su
rostro verdadero tras las ventanas
de la memoria.
¿Qué puede uno saber ya en esos rasgos
dolientes, en todas
esas voces que han llenado tu oído
en estos años? ¿Qué puede uno
saber si el aire
se mantiene tibio y suave con su tono
escarlata,
si la muerte es como un gesto borroso en un carnet
de
direcciones, si los dos nos seguimos cayendo
como
hace la comida de un tenedor tembloroso?
En este escritorio lleno de marcas húmedas
se acumulan las
cartas y los poemas
como un bosque de palabras reunidas por el
amor.
De todos estos años se te quedan pegados los deseos
que
siempre son eternos: tus hijos que se llenan
de sonidos, esa cadena
de parques soleados, un temblor
de caminos, el quehacer de la casa
cada día,
y los años, uno tras otro, habitando cada hendidura
de
nuestros cuerpos, con su color implacable.
Y de ésto estamos hechos: de horas grávidas y secas.
De la
mujer que pasa resbalando sin ojos y de la otra,
entera en el ardor
de hacerse cada día su mirada;
de esta mano que recorre la madera y
recuerda
los hechos fatigados sin la carga que los hizo sublime
en
los poemas, de esa imprecisa fotografía familiar
que perdura en los
almuerzos y prosigue en los sueños,
de estos amigos que se nublan en
un quehacer
de cajones secretos. De esta substancia enorme
de la
alegría y la tristeza.
Ya viene el día en que estos anaqueles se vaciarán
mientras
aguardan los camiones, en que nuestros nombres
se borrarán de las
libretas y los registros municipales,
en que nuestras puertas y
llaves desaparecerán en el olvido,
en que nuestro polvo y nuestra
suma de sigilos
y hasta la manera de meternos el uno dentro del
otro,
se convertirán en una pura posibilidad del pasado
y en que
se buscará en cada rajadura
la huella de nuestros pasos
perdidos.
Pero ¿qué puede uno saber? En este escritorio
lleno de páginas
que crecen y se caen como dientes gastados,
los poemas seguirán
escribiéndose y las viejas imágenes
moviéndose en el
aire,
llenando celdas de silencio, cartapacios,
la huella de una
cara en el envés de la luna,
las voces resonando en el hogar,
saturando las escaleras
con su fervor y removiendo las sábanas
de
estos diez años, aún tibios, aún
estremecidos,
todavía
incendiándose
en el calor del acto