Violencia
y poesía peruana de los ochenta. Aproximación a partir
de una antología generacional
Paolo
de Lima / University of Ottawa
Una pequeña pero significativa polémica periodística
efectuada en 1990 entre dos jóvenes miembros de la “generación”
de poesía peruana de los años ochenta[1],
nos sirve tanto para tener una idea respecto a la época en
que se da la misma como para establecer ciertas pautas sobre la manera
en que sus protagonistas se situaron en relación con una de
las décadas más dramáticas en la historia del
Perú. El diario en donde esta polémica se llevó
a cabo, Página Libre, resulta un espacio revelador pues
convocaba a un público pequeño-burgués de centro-izquierda
ligado a su vez a las nuevas promociones. La atmósfera heredada
tras la violenta década del ochenta es analizada
por Jorge Frisancho en su artículo sobre “Sendero [Luminoso]
y la modernidad”:
El peso específico de la violencia
y lo violento en el Perú de los últimos años
es algo que nadie tiene cómo discutir. Nuestra historia presente
sólo puede ser comprendida concediéndole lugar de
privilegio a este fenómeno que irriga todos los espacios
de la vida social; por esa misma razón, es de capital importancia
preguntarse por la función que cumple lo violento -y su autor
fundamental, Sendero- con respecto a los sueños, los deseos,
las esperanzas y las aspiraciones del difícil colectivo peruano.
[…]
En suma, Sendero no es un fenómeno
marginal a la sociedad peruana, sino el correlato de sus indefiniciones
y el aire de sus vacíos. A través de su organización,
de su lenguaje y de su praxis, lo violento viene a solventar el
defecto en que viven sus experiencias del Perú varios tipos
sociales. Así, lo violento y la utopía que promueve
construyen la recuperación simbólica de ese país
que no fue, de ese que está hecho de negaciones y ausencias.
Sendero ofrece una forma, dramática pero efectiva, de ser
peruano en el Perú, mucho más de lo que puede ofrecer
el discurso oficial. Paradójicamente, el arcaico recurso
de la violencia y la ideología más irracional están
haciendo, en el terreno de lo simbólico, lo que los procesos
de una modernización nacional irresuelta y conflictiva jamás
alcanzaron a hacer.
César Ángeles L., aparecido en la escena poética
paralelamente a Frisancho, escribió una réplica, aunque
desde otro punto de vista (debate sobre usos “idealistas” que hace
Frisancho de ciertos conceptos políticos[2]),
donde la tesis es que “No es SL quien genera `lo violento´ en
el Perú” (1990). Esta discrepancia pública (expresada
en los términos de un debate) no sólo señala
una diferencia entre dos jóvenes poetas sino que se extiende
a un entendimiento amplio de la “generación” que ellos representan.
Sobre todo si consideramos que en 1990 las tensiones de las fuerzas
en pugna se encontraban en su momento más álgido y confrontacional.
Finalizando la década de los noventa, diluida esa tensión
y ya desplegada la corrupta dictadura fujimorista, el espacio social
dentro del cual discurre la poesía peruana de los ochenta le
sirve adecuadamente de marco a uno de sus representantes más
antiguos y rápidamente asimilados dentro del canon literario,
Eduardo Chirinos, para ofrecer una explicación de la acusada
dispersión poética de su “generación”:
No seré yo quien desbroce el complejo
corpus de la poesía más reciente, bosque admirable
y tentador para quien se arriesgue a perderse en él sin prejuicios
ni esquemas preconcebidos. No puedo sustraerme, sin embargo, el
reto de ofrecer un brevísimo esquema de explicación.
Empezaré diciendo, y esta es una primera hipótesis,
que la dispersión poética peruana es pareja a la devastadora
falta de un proyecto político nacional. Es decir, el descreimiento
que supone el escepticismo frente a los diversos proyectos que hicieron
su aparición luego del fracaso de la experiencia velasquista
a mediados de los setenta. En el Perú, el llamado “fin de
las ideologías” convivió a partir de ese momento,
con el resurgimiento de viejos programas populistas (el segundo
gobierno de Belaúnde, el fracaso del gobierno aprista) y
las acciones de Sendero Luminoso tendientes a la captura del poder.
La fractura del país se hizo más evidente y profunda,
y la línea de Sendero se fue haciendo cada vez más
dura hasta acabar con el irracional baño de sangre que todavía
parece no haber terminado (1999: 34).
Chirinos equipara “dispersión poética peruana” con
“proyecto político nacional”. La ausencia del proyecto explicaría
la dispersión y daría pie a la fractura política,
social, económica y cultural en todos sus niveles. Retomaremos
esta idea de Chirinos al final de este ensayo. Por lo pronto, resulta
curioso que este poeta no haga mención a la dictadura fujimorista
a pesar de que se refiera al presente del texto -año 1999-
cuando señala “el irracional baño de sangre que todavía
parece no haber terminado”. Más interesante aún es que
tal irracionalidad sanguinaria se mencione luego de nombrar la línea
dura (o dura línea) senderista. Si es a esto específicamente
a lo que alude Chirinos, su lectura se asocia con lo expresado por
Frisancho cuando habla de la violencia arcaica y la ideología
irracional senderistas. Por lo demás, resulta útil enfocar
este país en su proceso durante la década del ochenta
en tanto espacio de convivencia con formas “dramática[s] pero
efectiva[s] de ser peruano en el Perú” que se ubican en oposición
con “lo que puede ofrecer el discurso oficial” a millones
de peruanos no necesariamente instalados al interior de la hoy ya
barrosa “ciudad letrada” (Rama)[3]. Una
antología generacional, La última cena, confeccionada
por tres de sus integrantes, nos servirá de punto de apoyo
para hablar de esta poesía en su relación con la violencia
política con la que convivió de distintas formas. Pero
todavía no nos ocupemos de ese libro.
Primero configuremos un mapa del nivel estrictamente poético
mencionando las influencias más cercanas, dentro de la tradición
peruana, que se reconocieron al interior del sector “culto”, pero
barrosamente letrado como ya dijimos, de la poesía peruana
de los ochenta. Porque es precisamente al interior de la “ciudad letrada”
donde fija sus límites y plantea sus proyecciones esta poesía.
En ese sentido, los autores del cincuenta como Javier Sologuren, Carlos
Germán Belli, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela y Pablo
Guevara fueron una influencia no sólo poética sino que
funcionaron también como “vasos comunicantes”, concepto extensible
a poetas cronológicamente anteriores como Emilio Adolfo Westphalen
(Lima, 1911 - 2001), cuyos primeros libros datan de los años
treinta[4]. También tenemos la
poesía del sesenta vinculada al “británico modo”: Antonio
Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mirko Lauer y Luis Hernández[5];
signada a su vez por la violencia política de las guerrillas
de estirpe guevarista como fueron las del MIR y el ELN. Ya en los
años del nacionalismo velasquista puede mencionarse a los integrantes
más representativos del Movimiento Hora Zero (Jorge
Pimentel, Juan Ramírez Ruiz y Enrique Verástegui)[6],
así como a José Watanabe y Abelardo Sánchez León.
En los años previos al retorno de la democracia formal (paro
nacional del 19 de julio de 1977, Asamblea Constituyente), surgen
poetas como Cesáreo Martínez, Mario Montalbetti y Carlos
López Degregori. Un detalle en el ámbito editorial que
tiene significativa relación con este punto específico
de las influencias es rescatado por Eduardo Chirinos en las siguientes
declaraciones:
Creo que ninguna década fue tan pródiga
en ediciones de obras completas como la del 80: Sologuren, Romualdo,
Cisneros, Varela, Hinostroza, Westphalen, etc. Esto, lógicamente,
permitió un acceso a los poetas de nuestra tradición,
más que por intereses generacionales por efectos de la escritura.
Esto sin duda crea vasos comunicantes (Rabí)[7].
Estos vasos comunicantes se tendieron también en las relaciones
personales que se dieron entre los autores de las generaciones anteriores
con la del ochenta; relaciones que se trasladaron al interior de la
“ciudad letrada” a través de presentaciones de libros, por
mencionar un caso. Los ejemplos se pueden multiplicar por decenas,
con lo que tenemos no sólo el ámbito de la lectura sino
el del diálogo permanente, tanto en las amistades formadas
como en las entrevistas realizadas. Por lo demás, se ha hablado
de una “onda retro” o una “vuelta al orden” en la poesía de
los ochenta; más adelante veremos cómo el propio Chirinos
acusa el golpe y responde a ello. No sólo esas categorizaciones,
si no su propia circunstancia histórica, como ya dijimos, provocaron
que se viera a esta “generación” como dispersa; las diversas
tendencias poéticas que surgieron y convergieron en esos años
también tiene que ver con este punto. Por eso mismo, no es
casual que las lecturas en torno a esta poesía sean de las
más variadas. Tomemos como ejemplo a un crítico y poeta
extranjero, el uruguayo Eduardo Espina, para quien “[...]la poesía
peruana de la década del ochenta, más como instancia
histórica que como coincidencia de propuestas generacionales,
se caracteriza por un replanteamiento de la poesía como problema
específicamente lingüístico. La historicidad del
poema tendrá tanto en cuenta lo que dice como la forma en que
lo dice. [...] La poesía vuelve a su mejor tradición:
a ser discurso de su propio discurso. Es el lenguaje que habla por
el poeta y no a la inversa. [...] Obviamente, lo que unifica a todos
estos poetas es la diferencia” (696). Esta unidad debido a la diferencia
y una instancia histórica replanteada en términos lingüísticos
aparecen en las entrelíneas de la siguiente aclaración
de Chirinos respecto a las poéticas surgidas paralelamente
a la suya. Aclaración que comparte el diagnóstico de
que la diferencia o diversidad es el sello característico de
esta “generación”:
Es cuestión de abrir los ojos a la
perspectiva que te ofrece la poesía de los ochenta y que
supone la ruptura de los discursos unificados: hay tantas posturas,
que la poética de los ochenta está precisamente en
la diversidad. Represento una de esas posturas y sería empobrecedor
leerme si no lees también a Domingo de Ramos o a Róger
Santiváñez. Formo parte de un discurso mayor cuya
poética está definida en virtud de la dispersión
(Agreda)[8].
A todo ello se suma la simultánea consolidación en
el panorama literario peruano de la escritura llamada femenina[9];
un fenómeno que coincidió con el de varios países
de Latinoamérica e incluso España. E importante no sólo
por su significado como fenómeno socio-cultural sino por su
notable factura y apreciable número de autoras. Esta poesía
invirtió con su lenguaje la posición subalterna de la
mujer en la que tradicionalmente estaba encasillada. Como es sabido,
dentro del canon de la institución literaria el discurso de
la mujer entra por los intersticios de la voz patriarcal para poder
definirse. En ese sentido, con las primeras apariciones de María
Emilia Cornejo (Lima, 1940 - 1972), Carmen Ollé (Lima, 1947),
Giovanna Pollarolo (Tacna, 1953) y Dalmacia Ruiz Rosas (Lima, 1957),
entre inicios y finales de los setenta, se siguió una propuesta
interesante como modelo de escritura alternativa a las tradicionales
marcas establecidas por una postura masculina[10].
Y en este mismo camino la poesía que durante los ochenta practicó
la exploración del erotismo, sobre todo en un núcleo
considerable de textos de Mariela Dreyfus (Lima, 1960), Patricia Alba
(Lima, 1960) y Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963); sin dejar
de nombrar a poetas como Magdalena Chocano (Lima, 1957) y Rossella
Di Paolo (Lima, 1960), cuyos lenguajes y temas ponen el énfasis
en otros rumbos.
Otro sector de la poesía peruana de los ochenta es la aparecida
dentro de la movida de Arequipa de esos años, cuando
se editan revistas como Ómnibus y Macho cabrío,
y que es extensible a autores más jóvenes, como Odi
González, a caballo entre los ochenta y noventa, o César
Gutiérrez, asimilable a una “generación” del noventa.
Sin embargo, dicha movida se haría visible en la escena
nacional sobre todo con la poesía de Oswaldo Chanove, pero
cobraría consistencia como conjunto con Alonso Ruiz Rosas,
indiscutible (o discutible, para efectos prácticos es lo mismo)
organizador de la misma. Una figura prestigiosa en la que pudieron
identificar y apreciar a alguien de la tradición poética
“culta” peruana vendría a ser José Ruiz Rosas, perteneciente
a la “generación” del cincuenta.
Un acercamiento más detenido y pormenorizado de esta movida,
por lo menos en sus líneas generales, puede verse en la antología
de poesía arequipeña de los ochenta Viva voz
de Rolando Luque Mogrovejo, publicada en 1990. Hace falta, sin embargo,
un análisis más riguroso y específico de los
alcances de la poesía practicada por estos poetas arequipeños,
o por los autores agrupados en torno a la revista Ómnibus
específicamente. En ese sentido, en torno a la órbita
del grupo Kloaka se ha desarrollado un aparato crítico
sobre la base de sus propuestas literarias, que para efectos del presente
estudio ha resultado de mucha utilidad (nos referimos sobre todo a
Ángeles 2001b, Ángeles 2001c, Mazzotti 2002a -que, con
añadidos y variantes, recoge de Mazzotti y Zapata 1995 los
apartados dedicados a la poesía de los ochenta-, Mazzotti 2002b
y Quijano 1999)[11]. Por lo demás,
y a modo de complemento, es interesante también lo que señala
Chirinos cuando le preguntan por los rasgos más saltantes de
su “generación”. Considera fundamentalmente dos: la apertura
del mercado editorial, como ya dijimos y, dejando de lado el aspecto
de su “comercialización” y fijándose en la problemática
de la violencia:
[…] el haber surgido en un contexto de violencia
generalizada, que iba desde el trato personal hasta la guerra interna.
No creo que exista un solo poeta de esta promoción que se
haya mantenido al margen de esta situación, sobre todo tratándose
de poetas que fueron niños en los 60 y de algún modo
vivieron el fervor de las promesas del cosmopolitismo hippie-socialista
encarnado en Mao, Cuba, Bob Dylan, Los Beatles, etc. y cuando llegan
a adolescentes y empiezan a escribir ven que todo este maravilloso
andamiaje cultural se viene abajo lentamente.
Entonces se dan cuenta [de] que la revolución
ya no está a la vuelta de la esquina y que las cosas tienen
un lado más duro y sangriento. Y si todo esto no se manifiesta
claramente en la escritura de esos años, sí se da
en la manera de asumir la poesía que tiene cada uno de sus
miembros (Rabí). [12]
Es conocida la romantización que Chirinos suele efectuar respecto
a la década del sesenta, por lo que es necesario incidir que
en ese cosmopolitismo hippie-socialista el lado duro y sangriento
se encuentra también en la revolución china y en el
propio triunfo de la revolución cubana, Beatles y Silvios mediante.
De todas formas, estas opiniones son de mucha utilidad a la hora de
realizar el análisis de los autores y poemas en el escenario
de los años ochenta en el Perú. Tanto por lo que argumentaba
Frisancho en 1990 como lo dicho por Chirinos respecto a que “si todo
esto no se manifiesta claramente en la escritura de esos años,
sí se da en la manera de asumir la poesía que tiene
cada uno de sus miembros”. Sin embargo, adelantemos que para nosotros
es evidente que en los poemas de los jóvenes poetas de los
ochenta sí se manifiesta con claridad la violencia que (les)
tocó vivir cotidianamente en el Perú. Tal violencia
se trasluce ya sea en los temas abordados (asesinatos, masacres, torturas)
como en la fragmentación y el quiebre de la linealidad del
discurso poético del sujeto hablante (que los entronca a su
vez con la tradición de las vanguardias); un sujeto que en
muchos casos se propone estar al margen de todo orden social establecido,
y que violenta las reglas desde la base misma del lenguaje. Mazzotti
hace referencia a ello en sus ensayos, como cuando describe la poesía
de Santiváñez:
En el caso de Santiváñez se
da no sólo una barroquización superlativa de todos
los niveles de expresión poética, desde los fonéticos
hasta los tropológicos, sino el cuestionamiento de la misma
escritura poética como tal y del sujeto poético unilineal,
mucho más allá de los límites del montaje eliotiano
y de las estructuras dramáticas ya ensayadas en la poesía
peruana desde los años sesenta. Precisamente, su novedad
consiste en quebrar toda alianza con la concepción del poeta
como “comunicador”, en el sentido estricto del término; más
bien, presentará un estilo y una perspectiva desde la cual
la violencia de los años sangrientos de las décadas
del 80 y 90 hacen de este sujeto dicente un recipiendario de una
violencia interna con y desde el lenguaje, que supera ampliamente
la “mono-tonía” de los registros convencionales, llámense
coloquiales, narrativos, exterioristas o simplemente solemnes[…]
(2002b: 137) [13].
La alianza del poeta como comunicador se quiebra, pero se pasa a
la concepción del poeta como “performer”.
Todo esto sin olvidar el manejo de un discurso esquizoide que a finales
de los noventa llegó a conectarse con la tradición mística.
Así, se habla del “beat/beato” (Ángeles 2001b) Róger
Santiváñez o de la “mística-subte” (Ángeles
2001c) en Domingo de Ramos[14]. La práctica
cultural fugaz pero representativa del Movimiento Kloaka vivió
en la vorágine misma de la violencia con una actitud anarco-lumpen
(pero comprometida con la crítica social) que apuntó
a la construcción de un espacio de significación en
y de lo marginal en tácita alianza con el canon, creando sus
propios espacios de repercusión y apropiándose o usurpando
los ya existentes. Sobre el compromiso social de Kloaka un
buen ejemplo es su “Pronunciamiento” respecto a la masacre de ocho
periodistas en la comunidad andina de Uchuraccay en 1983 (véase
Zevallos 2002: 80-1, y Mazzotti 2002a: 210). También cohabitaban
la incertidumbre algunos insulares, como Eduardo Chirinos o Raúl
Mendizábal, quienes desde una postura más contemplativa
(pero no por ello menos crítica, a su modo), fueron marcados
por esta realidad en la que convivieron sobre todo en los años
universitarios. Estos dos últimos autores, conjuntamente con
Mazzotti, se harían llamar como “tres tristes tigres”. Y es
que fue bajo este apelativo que codirigieron desde los claustros de
la Universidad Católica, en Lima, donde coincidieron como estudiantes
de literatura, los dos números de la revista de poesía
Trompa de Eustaquio (setiembre 1980 y abril 1981), la cual
acogió en sus páginas la novísima producción
poética que se realizaba en Lima[15].
Todos estos autores, y su poesía específicamente, resultan
interesantes porque su posición ante esta historia reciente
se plasma en documentos válidos, en su compleja subjetividad,
de una contra-narrativa respecto al discurso oficial (el Estado y
sus aparatos ideológicos) que nos permite ver las contradicciones
y los límites de las ciudadanías o subalternidades que
conforman la nación peruana. Contradicciones “en un contexto
plurilingüe, plurirracial y pluricultural como el de la sociedad
peruana, una sociedad aún `no orgánicamente nacional´
(en palabras de Mariátegui[16])
en que los sectores occidentalizados, dentro de los cuales se instala
la práctica `culta´ de la poesía, debe lidiar
con un aquí que los espanta y un allá que los atrae,
pero al que no pueden fácilmente acceder” (Mazzotti 2002a:
19). Un lidiar que también se extiende entre el “ser” y “estar”,
y entre el “tú” y el “yo”, y que nos permite marcar posiciones
y establecer barreras. Límites que nos permiten apreciar, en
el ámbito de la lectura y de la interpretación, a ese
Otro dentro de este terreno común de violencia y guerra. Entonces,
¿en qué medida espacios de exclusión social,
económica, cultural y política permiten que unas voces
logren formas de pacto con otras voces? Como ya adelantamos al inicio
de este trabajo, la antología generacional que reunió
a varios de estos autores a fines de los ochenta nos puede servir
en primer término para ubicar esos límites y contradicciones.
Lo que buscamos es una visión más puntual y diferenciada
de cada uno de ellos, partiendo exclusivamente de sus opiniones respecto
al contexto social descrito. En nuestra opinión, dichas visiones
conforman un conjunto de signos que apunta a la formación de
pactos discursivos y de alianzas que permitan la resistencia a la
exclusión en cualquiera de sus formas.
La última cena. Poesía peruana actual se publicó
en Lima en diciembre de 1987, y fue confeccionada por tres poetas
del periodo: Mazzotti, Santiváñez y Dávila-Franco.
Aunque la misma apareció sin sus nombres (una estrategia para
obtener mayor autoridad), el dato se hace explícito cinco años
después cuando el primero de los mencionados dice que en la
“selección de poemas y autores y en [el] prólogo le
cupo una importante -aunque parcial- responsabilidad al autor de estas
líneas” (1992: 163); y en un pie de página de Poéticas
del flujo dice que el prólogo de la misma fue “redactado
por JAM en colaboración con RS y RD-F” (2002a: 132)[17].
Ahora bien, en un artículo aparecido quince años después
de publicada esta antología, uno de los seleccionados, César
Ángeles, hace un comentario tanto al prólogo del libro
como a la época en la cual se enmarcaba el mismo. Ángeles
resalta el hecho de que la respuesta política, sensibilidad
poética mediante, de los autores seleccionados ante el periodo
de la violencia que se vivía fue puesta de relieve al momento
de efectuar un diagnóstico de dicha poesía:
[...]sobre las diferentes actitudes y sensibilidades
entre escritores y artistas peruanos aparecidos en las últimas
décadas, y específicamente sobre la presencia o ausencia
de utopías y mitos sociales, puede volverse la vista a un
libro representativo de los 80: la polémica selección
de poesía peruana en esos años, La última
cena. Allí se registran dos tendencias en los jóvenes
autores de entonces; y se ofrece un prólogo [...] donde se
aprecia que las referencias a la realidad social e histórica
y sus correlativas tomas de posición, en concreto sobre el
difícil momento bélico en el Perú de aquel
entonces, son centrales para el análisis ahí emprendido
y aun rescatadas como valor en el quehacer literario. Esas referencias
se corroboran y muestran, “transposición poética”
mediante, en algunos de los poemas seleccionados (2001a)[18].
Los autores incluidos son doce, de ahí el título del
libro, haciendo alusión a los doce apóstoles bíblicos
sentados en la última cena eucarística con Jesús.
El orden en el que aparecen en el libro es por fecha de nacimiento:
José Alberto Velarde, Raúl Mendizábal, Róger
Santiváñez, Dalmacia Ruiz Rosas, Julio Heredia, Rafael
Dávila-Franco, Eduardo Chirinos, Domingo de Ramos, César
Ángeles Loayza, José Antonio Mazzotti, Rodrigo Quijano
y Jorge Frisancho. Es decir, se incluye a cuatro ex-miembros del grupo
Kloaka (Velarde, Santiváñez, Heredia y de Ramos)
y sus dos “aliados principales” (Mazzotti y Dalmacia Ruiz Rosas)[19].
Están también los “tres tristes tigres” editores de
la revista universitaria Trompa de Eustaquio (Mendizábal,
Chirinos y el propio Mazzotti), así como Rafael Dávila-Franco,
quien desde una posición insular estuvo cercano a las experiencias
de los grupos citados. Finalmente, los tres últimos (Ángeles,
Quijano y Frisancho) se trataban de novísimos autores que aparecían
recientemente en la escena cultural; los tres estudiaban también
por esos años en la Facultad de Letras de la Universidad Católica
de Lima[20]. Es inevitable mencionar
que en esta antología la ausencia de autores mujeres es notoria,
sin contar a Dalmacia Ruiz Rosas, cuya inclusión la podemos
entender (al margen de su indiscutible calidad poética) por
ser “aliada” de Kloaka.
Hay que señalar también que varios de estos poetas
radican fuera del Perú. Este hecho de por sí contribuye
a la construcción de un sujeto migrante hispano que se viene
perfilando orgánicamente desde los años noventa en numerosos
textos e incluso poemarios de estos y otros autores[21].
Puede verse la encuesta “¿Por qué no vivo en el Perú?
Una generación después” realizada en 1998 por el crítico
Gustavo Buntinx (en alusión directa a una encuesta similar
realizada por la revista peruana de literatura Hueso Húmero
en 1981). En ella responden a esta interrogante (entre varios otros
intelectuales consultados) Chirinos, Mazzotti, Ángeles, Frisancho
y Dávila-Franco[22]. Ese mismo
año, Raúl Mendizábal nos respondió lo
siguiente cuando en una entrevista le subrayamos el hecho de que muchos
compañeros de su generación se encontraban viviendo
fuera:
Sí, para mi tristeza, pero comprendo
que ellos no tenían otra alternativa, pues al ser eminentemente
animales de letras no tenían espacio ni oportunidades aquí
en Perú para sobrevivir, mientras que yo hallé soporte
en la carpintería y fundé además una familia
con una esposa que, al igual que yo, le atan fuertes, quizás
excesivos lazos con esta parte del camino.
¿A qué te refieres con animales
de letras?
Las letras como único oficio.
Viven y respiran letras casi como único instinto. Y las letras
[…] constituyen el aire más gastado en estas landas (de Lima
1998).
De todas formas, y como parte de una práctica bastante extendida
y usual cuando de nuevas publicaciones se trata, recién aparecida
La última cena los jóvenes editores y algunos
de los incluidos realizaron varias presentaciones en escenarios como
la Biblioteca de la Municipalidad del residencial distrito limeño
de San Isidro o en los predios de la Universidad Católica en
Lima. Estos autores ofrecieron también varias entrevistas a
diversos medios de comunicación masivos y ese “aire gastado”
que acusa Mendizábal debió haberse renovado de algún
modo con esa puerta abierta por estos poetas jóvenes. Y es
que a su vez varias de sus declaraciones tienen que ver con la violencia
política que imponía su sello entonces. Es así
como el periodista Ángel Páez, quien durante la dictadura
fujimorista se revelaría como uno de los más destacados
periodistas de investigación, entrevista en el diario La
República a seis de estos poetas (Dávila-Franco,
De Ramos, Frisancho, Mazzotti, Mendizábal y Santiváñez)
una semana después de aparecida dicha antología. La
nota intercala declaraciones de los autores con breves pinceladas
a manera de opiniones del entrevistador-cronista, quien concluye su
artículo de este modo:
Doce poetas que en realidad son la cabeza
de una serie de otras vertientes y otros poetas que no han sido
incluidos. Y que ellos mismos lamentan. ¿Generación,
promoción, mancha, collera?, evidentemente, marcada por la
violencia. Santiváñez cuenta que tuvo un amigo que
era un poeta sanmarquino y que se llamaba Alfredo Madrid y que lamentablemente
murió antes de tiempo. Le dijo:
-Violencia es igual a biología: vida[23].
-Sí, sostiene Mendizábal[24],
pero nuestro deber es saber distinguir la violencia que hay entre
el estertor de un orgasmo y el estertor de un moribundo (29).
Como puede apreciarse, el periodista también enfatiza que
se trata de un grupo de autores marcados por la violencia. Y la opinión
que de la misma tienen estos es disímil, asumida desde posiciones
distintas. Posiciones tanto en el nivel personal como estético,
pues esta manera diferenciada de ubicarse en torno a ella también
se hace patente en lo relativo a su poesía. En lo declarado
a La República, Santiváñez inserta una
opinión a través de una tercera persona, un amigo sanmarquino
fallecido a temprana edad, en la cual la violencia no es vista necesariamente
como algo negativo o que se deba negar. Esta apreciación surge
de la comparación de la vida con una rama prestigiosa de la
ciencia: una forma de legitimación no sólo científica
sino también discursiva de la posición -o intuición-
quiérase o no asumida. De ahí el inmediato deslinde
de Mendizábal, al enfatizar la diferencia entre una violencia
negativa, por así decirlo (estertor del moribundo), y una violencia
positiva (estertor de un orgasmo). Estas discrepancias no son gratuitas
o banales ya que implícitamente están haciendo referencia
a la guerra que se vivía en el país, sobre todo en las
alturas de las serranías andinas, y que ponía en juego
el destino del Perú como proyecto y como futuro.
En otra de las entrevistas sólo acudieron de Ramos, Mazzotti
y Mendizábal. Santiváñez, que por ese entonces
colaboraba en el suplemento que acoge la nota, “para no ser juez y
parte en la reunión [...] optó por ser el redactor de
la interviú realizada por el editor del suplemento” (Freyre
y Santiváñez 8); lo que definitivamente lo hace parte
(es el redactor) en la entrevista. Pero lo que interesa resaltar es
que en ella se da un elemento sintomático y a la vez común
a estos poetas: cuando les preguntan por su poesía los tres
se refieran a la violencia. Veamos:
¿Cómo definen su poesía?
¿Tienen una razón identificatoria?
RM: Nosotros no miramos al extranjero
sino a nuestra tradición. La violencia nos marca para siempre.
Tenemos la piel más dura. Somos cínicos pero eso nos
hace más tiernos. No sé cómo aguantamos tanta
violencia que nos llueve. [...]
DDR: Lo que nos diferencia es sintetizar
toda esa poética, toda esa tradición. Yo creo arrastrar
todo eso. Vallejo es lo que más me interesa. La violencia
nos desgarra interiormente, al margen de cuestiones políticas.
Me solidarizo con la violencia que ejerce el pueblo. Este es el
conflicto personal que de repente me va a hacer escribir un poema.
JAM: Es el golpe de la violencia que se puede
manifestar como tema[...] (9).
Aunque en estas y otras declaraciones que hemos venido citando a
lo largo de este ensayo los autores no hagan explícita la tradición
a la que hacen referencia, recordemos con Jean Franco que las genealogías
son “estratégicas”, pues las afiliaciones, afinidades y diferencias
son una manera de proclamar “banderas o consignas en la disputa de
posiciones” (31). De ahí que la mención a César
Vallejo deba relacionarse a su vez con la pugna por la autoridad.
Ya el propio Raymond Williams señalaba cómo una nueva
generación de escritores no sólo extrae de sus “grandes
antecesores individuales la energía fundadora” sino que debe
crear, “a partir de sus propios recursos”, formas que se adecúen
a la experiencia del nuevo “estadio histórico” del que se forma
parte (13). Cuando Mazzotti da cuenta del golpe de la violencia, podemos
entenderlo como aquel que se recibe sin justificación alguna,
pero que habría de manifestarse cada vez más y vertiginosamente
pues, como es consciente en señalar Mendizábal, se trata
de una “generación” -y una época- que lleva la marca
imperecedera de la violencia por siempre. Repárese en lo dicho
páginas arriba por Chirinos respecto a que ni un solo poeta
de los ochenta se pudo mantener al margen de tal situación.
Por su parte, de Ramos es directo al hacer explícita su solidaridad
con “la violencia que ejerce el pueblo”. Una interpretación
dialécticamente política de la situación y de
su proyección histórica. Implícitamente, da cuenta
a su vez de otra violencia, que no se menciona, pero que es fácilmente
asociable a la violencia que se ejerce desde el poder. Esta posición
de Domingo de Ramos es clara también en su propia literatura.
Finalmente, si bien no todos los poetas seleccionados ofrecieron
entrevistas a propósito de la aparición del libro para
difundir su punto de vista y su entendimiento de la poesía,
sí los hubo quienes expresaron su opinión a través
de otros medios. Eduardo Chirinos, por ejemplo, al escribir una reseña
al primer poemario de Jorge Frisancho, el representante más
joven de la muestra, opinó que La última cena
se trataba de una “antología de quienes arbitrariamente se
denominaron a sí mismos `poetas del ochenta´” (1988).
Si bien se advierte una evidente distancia con los poetas-editores,
lo expresado se puede entender también como una idea más
general de la poesía (lo que suele llamarse como “universal”)
que la relacionada con lo estrictamente “epocal”. Sin embargo, siete
años después Chirinos daría una opinión
más inclusiva respecto al tema al expresar que en “[...]ese
libro existe una voluntad homogeneizadora. Voluntad que al fin y al
cabo me parece válida, pues leyéndolo uno se da cuenta
de que hay allí una voz permanente diciendo `aquí estamos,
somos los del 80´. En el fondo, creo que el libro fue una llamada
de atención a los críticos, que se preocuparon poco
por averiguar qué pasaba en esos años” (Rabí).
Aquí se da la idea de una “homogeneización” que se acepta
por motivos tácticos y exclusivamente literarios, es decir,
para influir con mayor fuerza y empuje en la opinión de la
crítica moderadora del canon. Punto de llegada que se da la
mano con la idea inicial de los editores: expresar la realidad o mentalidad
individual -ideas, sentimientos, emociones, sensaciones, sueños,
fantasías- siempre y cuando se dé “transposición
poética” mediante (véase el pie de página 18).
Es decir que si recién publicada La última cena
(que coincide con su regreso a Lima luego de un viaje de estudios
por dos años en Madrid), Chirinos tomó cierta distancia
respecto al propósito de los antologadores, sus propios compañeros
generacionales, con los años irá mostrando una actitud
más comprensiva del asunto. Esta visión inclusiva es
la que nos da la pauta para terminar este trabajo con la opinión
que hace unos años diera este autor sobre la poesía
de los ochenta en relación con la crítica y con sus
propias propuestas escriturales:
Los escasos artículos y estudios que
se han publicado sobre esta promoción pecan muchas veces
de incomprensión, tal vez por la asombrosa heterogeneidad
creativa de estos poetas. Esta heterogeneidad (que me apresuro a
considerar su mejor logro) fue vista con desconfianza, desdén
y mal disimulado temor: al ser irreductible a las definiciones se
le tildó de “retro”, de evasiva, de peligrosa y hasta hubo
quienes se dedicaron, con morboso deleite, a evaluarla con los mismos
criterios empleados para evaluar las promociones anteriores[25].
No sabían (no podían saber) que el descentramiento
social del país estaba denunciado implícita y furiosamente
en el descentramiento del sujeto de la escritura poética,
quien ya no podía reconocerse en la figura de un autor único
y reconocible, sino en las de varios que (para hacer más
complicado el asunto) utilizaban diversos tipos de tradiciones,
experiencias y lenguajes que no temían convivir a pesar de
hallarse muchas veces en entredicho. El hecho de que no haya puntos
de contacto demasiado visibles entre los lenguajes de José
Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo, Domingo de Ramos y Jorge Frisancho,
no significa el descrédito de un programa generacional, sino
el reconocimiento de una necesaria y saludable dispersión
discursiva que es, también, una dispersión del sujeto,
de los referentes, e incluso de los sistemas electivos que conforman
la movediza tradición en las que cada uno se inscribe y a
su manera enriquece y prolonga (1999: 33-4).
Coincidiendo con Chirinos, las páginas anteriores sólo
quieren insistir en la complejidad del panorama y en la importancia
de los poetas del ochenta no sólo en el devenir de una tradición
literaria nacional, sino del pensamiento y la reflexión surgidos
de la vertiginosa situación social y política de aquellos
años, y que hasta el día de hoy nos condiciona.
Ottawa, marzo 2003
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del espanto de Domingo de Ramos”. Revista de Crítica Literaria
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[1]
En La Escuela de Barcelona, libro en el que si bien es cierto
analiza exclusivamente a este grupo de poetas aparecido en España
a fines de los cincuenta, la crítica mallorquina Carmen Riera
introduce la siguiente opinión: “Nos parece de escaso interés
tratar de averiguar si los poetas objeto de este estudio [...] forman
parte de una generación o constituyen simplemente un grupo
de amigos dedicados a autopromocionarse. Residuo de la crítica
positivista, el concepto historiográfico de generación
[...] tiene, a nuestro juicio, apenas validez [...] Tanto Barral como
Gil de Biedma, igual que Goytisolo, se dan cuenta de que pertenecer
a una generación poética, aunque tal generación
no exista en rigor, otorga carta de ciudadanía literaria, asegura
un puesto en la historia de la literatura o, por lo menos, en las
páginas de los manuales. De lo contrario, se es un excedente,
un epígono, siempre difícil de encasillar o, peor aún,
no se es nadie” (13). Por su parte, José Antonio Mazzotti ofrece
la siguiente alternativa: “Uso la expresión `poesía
del 80´ para referirme al conjunto de libros y textos que aparecen
dentro del circuito llamado `culto´ de la poesía peruana
alrededor de ese año. Los límites con una anterior `generación
del 70´ y una posterior `generación del 90´ son
sin duda difusos. Una pauta, sin embargo, consiste en la relativa
homogeneidad de edades entre los autores del 80 y la dispersión
de tendencias que decantan, reformulan o desconocen el modo vigente
del narrativo-coloquialismo de las décadas anteriores” (2002b:
111). Mazzotti coincide con Riera implícitamente, al no otorgar
mayor importancia al concepto positivista de “generación”.
[2]
Escribimos el término idealista entrecomillado, pues es el
que utiliza Ángeles en su réplica.
[3]
Utilizamos el término “barroso” intencionalmente, a sabiendas
de que el adjetivo “neobarroso” ha sido usado para referirse a otro
sector de la poesía latinoamericana, como el que se presenta
en la antología Medusario (véase Echavarren et
al).
[4]
Westphalen publicó los poemarios Las ínsulas extrañas
(Lima 1933) y Abolición de la muerte (Lima 1935). Desde
entonces, mantuvo un silencio poético que se interrumpiría
recién en 1980. En la actualidad, la reunión más
completa de su poesía es Bajo zarpas de la quimera (Westphalen
1991).
[5]
Eduardo Chirinos dice sobre la poesía del sesenta: “El acercamiento
a la lírica anglosajona del siglo XX (Pound y Eliot, Lowell
y e. e. cummings, Dylan Thomas y Auden) permitió que el canto
fuera también cuento, que el humor se diera la mano con la
solemnidad, que la cultura despeinara el academicismo, que el poema
no se negara a la historia, sino que tuviera el atrevimiento de proponerse
como un discurso alternativo frente a la historia oficial. No se trató
-como muchos quisieron creer- de un simple deslumbramiento ante la
moda, sino de un complejo proceso de fecundación cuyas consecuencias
irrigaron benéficamente la poesía peruana” (1999: 31-2).
En ese sentido, Mazzotti destaca que un gran conjunto de autores de
los ochenta se encargó “de renovar los estilos y modalidades
discursivas más prestigiosas de las poéticas del 60”
(2002b: 113), con lo que desarrollarían “la continuidad y transformación
del legado narrativo-conversacional” (2002b: 112).
[6]
Para una apreciación de Hora Zero en sus variadas etapas
(y en distintos tonos que van desde el fácil elogio, pasando
por la evaluación y también la crítica) véase
Estos 13 de José Miguel Oviedo, Exclusión
y permanencia de la palabra en Hora Zero: 10 años después
de Enrique Sánchez Hernani, Poesía peruana del 70:
Generación vanguardista de César Toro Montalvo u
Hora Zero: La última vanguardia latinoamericana de
poesía de Tulio Mora. Véase también el Tomo
II de la Poesía Peruana Siglo XX de Ricardo González
Vigil, en el que se pueden encontrar abundantes evaluaciones críticas
superlativas en torno a Hora Zero como centro de la denominada
“generación del 70”. Ninguno de estos autores y críticos
forman parte del grupo poético de los ochenta.
[7]
En su ya mencionado artículo Chirinos vuelve sobre este punto,
añadiendo a la lista a Martín Adán, César
Moro y Wáshington Delgado, y comentando a su vez que estas
ediciones permitieron que se fuera “[…]allanando el camino a los poetas
más jóvenes, quienes no se vieron en la imperiosa necesidad
de recurrir a la revista inhallable, a la fotocopia ilegible, a la
antología arbitraria. Esta ventaja, sin embargo, estuvo teñida
de un doloroso escepticismo que sofocaba el fácil entusiasmo
y el cómodo usufructo” (1999: 34-5).
[8]
En otra entrevista, Chirinos da esta explicación sobre la poesía
de su “generación”: “Lo que pasa en los 80 en realidad es que,
pareja a la ruptura de los grandes discursos políticos y sociales
que predominaban antes, se produce una ruptura del sujeto hablante
en la poesía. Eso ha hecho difícil caracterizar a los
poetas que empezaron a escribir en los 80” (Escribano). Y unos años
antes había dicho: “[…]pese a que escriban cosas diferentes
y los caminos que tomen sean asumidos de manera totalmente opuesta,
existen referentes sociales comunes: todos tienen una experiencia
de `tragedia´ o `comedia´ nacional” (Rabí). Y Eduardo
Espina nuevamente nos dice: “La [ironía] (a los efectos históricos,
más bien paradójica) de este periodo, es que la intensificación
de la violencia política y el comienzo del descalabro del aparato
institucional del país, es correspondida por un recogimiento
de la inteligencia en el lenguaje. La palabra será un instrumento
liberador; la poesía, un lugar compensatorio. El poeta regresa
a su único bunker: el lugar del poema” (695).
[9]
Hélène Cixous, como señala Laura Freixas, “[no]
acepta hablar de escritura femenina: prefiere referirse a la
`escritura que llaman femenina´, pero que puede hallarse en
obras de autor de uno u otro sexo” (173). Para Kristeva, por su parte,
y siguiendo con Freixas, a pesar de reconocer en esta escritura llamada
femenina ciertos elementos temáticos y estilísticos
comunes, le es “difícil decir si son producidos por algo específico
de las mujeres, por la marginalidad socio-cultural o más simplemente
por una estructura particular (por ejemplo la histeria) promovida
por el mercado” (174). Siguiendo el mismo razonamiento, Kristeva también
señala en Las nuevas enfermedades del alma que la “existencia
sintáctica [de un lenguaje de mujeres] es problemática
[pues su] aparente especificidad léxica puede ser más
el producto de una marginalidad social que de una diferencia sexual”
(196). Sea como fuere, lo cierto es que prácticamente en todo
el orbe existen en la actualidad miles de escritoras que asumen, desde
el punto de vista filosófico, literario y político,
la escritura llamada femenina como patrón o postura. Esto sin
descontar las críticas que incluso algunas autoras pueden hacer
a ciertos aspectos de esta opción. En La risa de la medusa,
Cixous dice: “Imposible, actualmente, definir una práctica
femenina de la escritura, se trata de una imposibilidad que perdurará,
pues esa práctica nunca se podrá teorizar, encerrar,
codificar, lo que no significa que no exista. Pero siempre excederá
al discurso regido por el sistema falocéntrico; tiene y tendrá
lugar en ámbitos ajenos a los territorios subordinados al dominio
filosófico-teórico” (54. Véase también
54-66); con lo cual, desgraciadamente, se relega tal escritura al
ámbito de lo incognoscible, lo irracional, lo estrictamente
emocional. Sobre la crítica literaria feminista y la literatura
hispanoamericana consúltese Jean Franco.
[10]
Todo esto sin olvidar por supuesto a Blanca Varela quien, sin embargo,
masculiniza el yo poético de su primer libro, Ese puerto
existe (y otros poemas), de 1959. Respecto a este hecho se pregunta
Grecia Cáceres: “¿Provocación, reacción
violenta contra una identidad femenina también consensual e
impuesta, necesidad de objetivar la experiencia, manera universal
de hablar del ser del poeta, todo a la vez?” (60). Otro abordaje al
tema puede verse en Reisz 49-51.
[11]
Para apreciar el tipo de acercamiento crítico practicado por
algunos miembros de Ómnibus, puede consultarse La
enfermedad de Venus, de Alonso Ruiz Rosas, poemario en el que
se ficcionaliza una voz ensayística.
[12]
Respecto a los años sesenta en el Perú, veamos este
comentario de Róger Santiváñez aparecido en el
ya mencionado diario Página Libre: “Durante esa década
-signada por el primer gobierno [de Fernando] Belaunde [Terry]- se
intenta una modernización de la sociedad, manifestada en la
introducción masiva de los elementos del modo de vida yanqui
difundidos a través de la TV, la publicidad, el cine y la industria
del consumo. Se vivía bajo una burguesía modernizante,
proyanqui, desarrollista que importaba plymoulths último
modelo y fundaba nuevas urbanizaciones de ventanas de aluminio y vitrovent.
Se quería escapar de la asfixiante atmósfera oligárquica
y atrasada de los años cincuenta. El golpe de [Juan] Velasco
[Alvarado] y los sucesos posteriores demostrarían hasta qué
punto aquella burguesía no fue capaz de enfrentarse a la oligarquía
tradicional, ni mucho menos resolver -con su propuesta modernizante-
los grandes problemas que aquejaban (o aquejan) a la inmensa mayoría
de los peruanos” (1990).
[13]
Por esa misma época existieron autores, como Jovaldo y Edith
Lagos, que plantearon estrategias de insurgencia en el terreno de
la acción política. En El bosque de los huesos
se hace referencia a los mismos (Mazzotti y Zapata 1995: 36. Véase
también Zevallos Aguilar 18). Y en El caníbal es
el Otro de Víctor Vich se ingresa por primera vez desde
una perspectiva académica al análisis de un sector del
corpus del discurso senderista presentado en verso (13-35). Para una
breve semblanza de Lagos consúltese Kirk 35-41.
[14]
Lo de beat refiere al grupo de escritores norteamericanos (Ginsberg,
Kerouac, Burroughs, Corso) que sentaron presencia en los años
cincuenta con una actitud agresiva y de rechazo hacia los valores
sociales y literarios entonces vigentes (véase Cook). Lo de
subte refiere a la escena subterránea (underground),
tanto musical como plástica y literaria, constituida como punta
de lanza de la contracultura limeña.
[15]
Precisamente sobre este y otros temas relacionados con la poesía
de los ochenta, pueden consultarse los prólogos de las antologías
La última cena (VV. AA. 1987) y El bosque de los
huesos (Mazzotti y Zapata 1995), así como los estudios
de Juan Zevallos Aguilar: MK (1982 - 1984): Cultura juvenil urbana
de la postmodernidad periférica y de José Antonio
Mazzotti Poéticas del flujo Migración y violencia
verbales en el Perú de los 80. Como puede apreciarse, se
trata en la mayoría de los casos de una versión “desde
adentro”, con lo que estos autores consiguen crear su propia versión
de la historia. Estrategia legítima, por lo demás, y
que en el siglo veinte peruano viene por lo menos desde el “testimonio
de parte” de José Carlos Mariátegui en su “proceso”
de la literatura peruana de 1928 (229-350). Otro ejemplo temprano
es la antología poética Las voces múltiples,
de 1916, promovida por sus propios autores, ocho en total, entre ellos
Abraham Valdelomar.
[16]
Respecto a Mariátegui frente a la coyuntura teórica
a mediados de los noventa consúltese Larsen.
[17]
Anotemos que con este mismo título se publicó recientemente
una antología que incluye a poetas jóvenes aparecidos
en los años noventa, así como otros autores de los ochenta:
La última cena. Poesía peruana, 20 años después.
Esta vez sí aparece el nombre de Mazzotti como autor, y nuevamente
la colaboración de Santiváñez y Dávila-Franco,
sumándose en esta ocasión el autor de este ensayo al
proyecto. La selección se preparó en Cambridge, en casa
del propio Mazzotti, quien escribió el breve prólogo
de la antología (en base a fragmentos de la introducción
a El bosque de los huesos), donde incorpora una precisión
sobre la primera Última cena de 1987 al señalar
que la misma “[…]no se propuso en ningún momento representar
a una nueva `generación´[;] era, más bien, no
otorgar unidad de ningún tipo, excepto la estrictamente cronológica
y editorial, a los poetas seleccionados. El número de doce
era puramente casual, lo que dio motivo al nombre, y la idea que guiaba
la elección era la de difundir con criterios representativos
los distintos estilos y tendencias de los entonces recientes autores”
(2002c: 1). Por nuestra parte, dos años antes ya habíamos
realizado una selección de poetas aparecidos durante los últimos
veinticinco años: “Poesía peruana actual: 1978 - 2000”
(de Lima 2000).
[18]
De hecho, el prólogo de la antología termina señalando
una apertura de posiciones, en que conviven desencantos y entusiasmos
de una generación social: “Son doce los poetas aquí
seleccionados. Todos ellos de una u otra forma representantes de la
atomización que actualmente vive el ambiente poético
peruano[,] en el cual los grupos o camarillas se han desvanecido ante
la verdadera guerra, que es la guerra social, de cuyo desencanto,
gloria, dolor y felicidad terminan dando cuenta, cada uno a su manera
y en legítima transposición poética, estos apóstoles
sin jefe, pero también sin Judas” (VV. AA. 14). De “la sagrada
familia” a “la última cena”, ¿coincidencia religiosa
o afán de martirio? En su ensayo sobre dos integrantes de Kloaka,
Rodrigo Quijano (1999) resalta la idea de las palabras y plegarias
desde la marginalidad cultural. Y plegaria como antónimo de
maldición resulta siendo la otra cara de la configuración
característica de dicha agrupación tal y como ha venido
siendo percibida por la crítica tanto periodística como
académica.
[19]
Mencionemos que Heredia, Santiváñez y Dalmacia Ruiz
Rosas anteriormente formaron parte del grupo La sagrada familia
(1977 – 1979). Los dos últimos se integraron también
al Movimiento Hora Zero en su breve aunque significativa tercera
etapa (1980).
[20]
Vale aclarar el caso especial de Quijano, quien ese mismo año
publicaría una colección de nueve poemas con el sello
Kloaka Internacional que editaba en París José
Alberto Velarde. Esta plaqueta venía acompañada con
dibujos de Fernando Bryce (Quijano 1987). Previamente, en 1986, Quijano
había publicado también en el primer número de
una revista de poesía que, con el mismo nombre del sello editor
mencionado, y también en París, incluía a su
vez textos de Dávila-Franco, De Ramos, Mazzotti, Dalmacia Ruiz
Rosas, Velarde y otros. Años antes, y como guitarrista de la
banda musical Durazno Sangrando, Quijano fue entrevistado por
Santiváñez junto a otros dos jóvenes rockeros
(Fernando Bryce, de la misma banda, y Edgar Barraza, artista de la
escena subterránea limeña conocido como Kilowat, integrante
entonces de Kola Rock). Santiváñez les lanzaría
esta provocadora pregunta: “¿Qué actitud tienen ustedes
frente a Kloaka?”, a la que Quijano respondería de este
modo: “Yo estoy con Kloaka porque Kloaka es chicha.
Es lo más avanzado y responde a una situación como la
que se vive hoy en el Perú” (1983). Por su parte, Frisancho
publicaría un año después de La última
cena su primer libro de poemas con el recién inaugurado
sello Asaltoalcielo / editores. Entre 1986 y 1987, tanto Frisancho
como Quijano coeditaron -con José Antonio Mazzotti- la “segunda
época” de la revista Asaltoalcielo, suplemento cultural
de El Nuevo Diario.
[21]
Esto sin dejar de mencionar que ya se ha venido formando en la capital
peruana un sujeto migrante urbano. Para el caso de Domingo de Ramos,
véase Zevallos Aguilar 1992.
[22]
A mediados del año 2001 Ángeles regresó al Perú
luego de radicar durante siete años y medio en España
y Alemania.
[23]
En un artículo inédito escrito un año después,
Santiváñez contará esta misma anécdota:
“La Violencia / La Bio-lencia. Significa vida, como decía Alfredo
Madrid -joven poeta- en el Patio de Letras de San Marcos en 1977,
año en que murió antes de tiempo” (1988).
[24]
Aclaremos que en la entrevista aparece el nombre de Mazzotti como
la persona que expresó esta réplica. Sin embargo Mendizábal,
quien fue el que nos proporcionó una copia de este reportaje,
nos expresó que fue él quien expresó esa idea.
Consultado Mazzotti vía telefónica (diciembre 2002),
nos ha confirmado que efectivamente se trató de una equivocación
del entrevistador.
[25]
Anteriormente Chirinos ya había llamado la atención
sobre el hecho de que “los pocos [críticos] que se ocuparon
[de la poesía del 80] lo hicieron […] mirando hacia atrás”
(Rabí).