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Violencia y poesía peruana de los ochenta. Aproximación a partir de una antología generacional

Paolo de Lima / University of Ottawa

Una pequeña pero significativa polémica periodística efectuada en 1990 entre dos jóvenes miembros de la “generación” de poesía peruana de los años ochenta[1], nos sirve tanto para tener una idea respecto a la época en que se da la misma como para establecer ciertas pautas sobre la manera en que sus protagonistas se situaron en relación con una de las décadas más dramáticas en la historia del Perú. El diario en donde esta polémica se llevó a cabo, Página Libre, resulta un espacio revelador pues convocaba a un público pequeño-burgués de centro-izquierda ligado a su vez a las nuevas promociones. La atmósfera heredada tras la violenta década del ochenta es analizada por Jorge Frisancho en su artículo sobre “Sendero [Luminoso] y la modernidad”:

El peso específico de la violencia y lo violento en el Perú de los últimos años es algo que nadie tiene cómo discutir. Nuestra historia presente sólo puede ser comprendida concediéndole lugar de privilegio a este fenómeno que irriga todos los espacios de la vida social; por esa misma razón, es de capital importancia preguntarse por la función que cumple lo violento -y su autor fundamental, Sendero- con respecto a los sueños, los deseos, las esperanzas y las aspiraciones del difícil colectivo peruano.
[…]
En suma, Sendero no es un fenómeno marginal a la sociedad peruana, sino el correlato de sus indefiniciones y el aire de sus vacíos. A través de su organización, de su lenguaje y de su praxis, lo violento viene a solventar el defecto en que viven sus experiencias del Perú varios tipos sociales. Así, lo violento y la utopía que promueve construyen la recuperación simbólica de ese país que no fue, de ese que está hecho de negaciones y ausencias. Sendero ofrece una forma, dramática pero efectiva, de ser peruano en el Perú, mucho más de lo que puede ofrecer el discurso oficial. Paradójicamente, el arcaico recurso de la violencia y la ideología más irracional están haciendo, en el terreno de lo simbólico, lo que los procesos de una modernización nacional irresuelta y conflictiva jamás alcanzaron a hacer.

César Ángeles L., aparecido en la escena poética paralelamente a Frisancho, escribió una réplica, aunque desde otro punto de vista (debate sobre usos “idealistas” que hace Frisancho de ciertos conceptos políticos[2]), donde la tesis es que “No es SL quien genera `lo violento´ en el Perú” (1990). Esta discrepancia pública (expresada en los términos de un debate) no sólo señala una diferencia entre dos jóvenes poetas sino que se extiende a un entendimiento amplio de la “generación” que ellos representan. Sobre todo si consideramos que en 1990 las tensiones de las fuerzas en pugna se encontraban en su momento más álgido y confrontacional. Finalizando la década de los noventa, diluida esa tensión y ya desplegada la corrupta dictadura fujimorista, el espacio social dentro del cual discurre la poesía peruana de los ochenta le sirve adecuadamente de marco a uno de sus representantes más antiguos y rápidamente asimilados dentro del canon literario, Eduardo Chirinos, para ofrecer una explicación de la acusada dispersión poética de su “generación”:

No seré yo quien desbroce el complejo corpus de la poesía más reciente, bosque admirable y tentador para quien se arriesgue a perderse en él sin prejuicios ni esquemas preconcebidos. No puedo sustraerme, sin embargo, el reto de ofrecer un brevísimo esquema de explicación. Empezaré diciendo, y esta es una primera hipótesis, que la dispersión poética peruana es pareja a la devastadora falta de un proyecto político nacional. Es decir, el descreimiento que supone el escepticismo frente a los diversos proyectos que hicieron su aparición luego del fracaso de la experiencia velasquista a mediados de los setenta. En el Perú, el llamado “fin de las ideologías” convivió a partir de ese momento, con el resurgimiento de viejos programas populistas (el segundo gobierno de Belaúnde, el fracaso del gobierno aprista) y las acciones de Sendero Luminoso tendientes a la captura del poder. La fractura del país se hizo más evidente y profunda, y la línea de Sendero se fue haciendo cada vez más dura hasta acabar con el irracional baño de sangre que todavía parece no haber terminado (1999: 34).

Chirinos equipara “dispersión poética peruana” con “proyecto político nacional”. La ausencia del proyecto explicaría la dispersión y daría pie a la fractura política, social, económica y cultural en todos sus niveles. Retomaremos esta idea de Chirinos al final de este ensayo. Por lo pronto, resulta curioso que este poeta no haga mención a la dictadura fujimorista a pesar de que se refiera al presente del texto -año 1999- cuando señala “el irracional baño de sangre que todavía parece no haber terminado”. Más interesante aún es que tal irracionalidad sanguinaria se mencione luego de nombrar la línea dura (o dura línea) senderista. Si es a esto específicamente a lo que alude Chirinos, su lectura se asocia con lo expresado por Frisancho cuando habla de la violencia arcaica y la ideología irracional senderistas. Por lo demás, resulta útil enfocar este país en su proceso durante la década del ochenta en tanto espacio de convivencia con formas “dramática[s] pero efectiva[s] de ser peruano en el Perú” que se ubican en oposición con “lo que puede ofrecer el discurso oficial” a millones de peruanos no necesariamente instalados al interior de la hoy ya barrosa “ciudad letrada” (Rama)[3]. Una antología generacional, La última cena, confeccionada por tres de sus integrantes, nos servirá de punto de apoyo para hablar de esta poesía en su relación con la violencia política con la que convivió de distintas formas. Pero todavía no nos ocupemos de ese libro.

Primero configuremos un mapa del nivel estrictamente poético mencionando las influencias más cercanas, dentro de la tradición peruana, que se reconocieron al interior del sector “culto”, pero barrosamente letrado como ya dijimos, de la poesía peruana de los ochenta. Porque es precisamente al interior de la “ciudad letrada” donde fija sus límites y plantea sus proyecciones esta poesía. En ese sentido, los autores del cincuenta como Javier Sologuren, Carlos Germán Belli, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela y Pablo Guevara fueron una influencia no sólo poética sino que funcionaron también como “vasos comunicantes”, concepto extensible a poetas cronológicamente anteriores como Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911 - 2001), cuyos primeros libros datan de los años treinta[4]. También tenemos la poesía del sesenta vinculada al “británico modo”: Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mirko Lauer y Luis Hernández[5]; signada a su vez por la violencia política de las guerrillas de estirpe guevarista como fueron las del MIR y el ELN. Ya en los años del nacionalismo velasquista puede mencionarse a los integrantes más representativos del Movimiento Hora Zero (Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz y Enrique Verástegui)[6], así como a José Watanabe y Abelardo Sánchez León. En los años previos al retorno de la democracia formal (paro nacional del 19 de julio de 1977, Asamblea Constituyente), surgen poetas como Cesáreo Martínez, Mario Montalbetti y Carlos López Degregori. Un detalle en el ámbito editorial que tiene significativa relación con este punto específico de las influencias es rescatado por Eduardo Chirinos en las siguientes declaraciones:

Creo que ninguna década fue tan pródiga en ediciones de obras completas como la del 80: Sologuren, Romualdo, Cisneros, Varela, Hinostroza, Westphalen, etc. Esto, lógicamente, permitió un acceso a los poetas de nuestra tradición, más que por intereses generacionales por efectos de la escritura. Esto sin duda crea vasos comunicantes (Rabí)[7].

Estos vasos comunicantes se tendieron también en las relaciones personales que se dieron entre los autores de las generaciones anteriores con la del ochenta; relaciones que se trasladaron al interior de la “ciudad letrada” a través de presentaciones de libros, por mencionar un caso. Los ejemplos se pueden multiplicar por decenas, con lo que tenemos no sólo el ámbito de la lectura sino el del diálogo permanente, tanto en las amistades formadas como en las entrevistas realizadas. Por lo demás, se ha hablado de una “onda retro” o una “vuelta al orden” en la poesía de los ochenta; más adelante veremos cómo el propio Chirinos acusa el golpe y responde a ello. No sólo esas categorizaciones, si no su propia circunstancia histórica, como ya dijimos, provocaron que se viera a esta “generación” como dispersa; las diversas tendencias poéticas que surgieron y convergieron en esos años también tiene que ver con este punto. Por eso mismo, no es casual que las lecturas en torno a esta poesía sean de las más variadas. Tomemos como ejemplo a un crítico y poeta extranjero, el uruguayo Eduardo Espina, para quien “[...]la poesía peruana de la década del ochenta, más como instancia histórica que como coincidencia de propuestas generacionales, se caracteriza por un replanteamiento de la poesía como problema específicamente lingüístico. La historicidad del poema tendrá tanto en cuenta lo que dice como la forma en que lo dice. [...] La poesía vuelve a su mejor tradición: a ser discurso de su propio discurso. Es el lenguaje que habla por el poeta y no a la inversa. [...] Obviamente, lo que unifica a todos estos poetas es la diferencia” (696). Esta unidad debido a la diferencia y una instancia histórica replanteada en términos lingüísticos aparecen en las entrelíneas de la siguiente aclaración de Chirinos respecto a las poéticas surgidas paralelamente a la suya. Aclaración que comparte el diagnóstico de que la diferencia o diversidad es el sello característico de esta “generación”:

Es cuestión de abrir los ojos a la perspectiva que te ofrece la poesía de los ochenta y que supone la ruptura de los discursos unificados: hay tantas posturas, que la poética de los ochenta está precisamente en la diversidad. Represento una de esas posturas y sería empobrecedor leerme si no lees también a Domingo de Ramos o a Róger Santiváñez. Formo parte de un discurso mayor cuya poética está definida en virtud de la dispersión (Agreda)[8].

A todo ello se suma la simultánea consolidación en el panorama literario peruano de la escritura llamada femenina[9]; un fenómeno que coincidió con el de varios países de Latinoamérica e incluso España. E importante no sólo por su significado como fenómeno socio-cultural sino por su notable factura y apreciable número de autoras. Esta poesía invirtió con su lenguaje la posición subalterna de la mujer en la que tradicionalmente estaba encasillada. Como es sabido, dentro del canon de la institución literaria el discurso de la mujer entra por los intersticios de la voz patriarcal para poder definirse. En ese sentido, con las primeras apariciones de María Emilia Cornejo (Lima, 1940 - 1972), Carmen Ollé (Lima, 1947), Giovanna Pollarolo (Tacna, 1953) y Dalmacia Ruiz Rosas (Lima, 1957), entre inicios y finales de los setenta, se siguió una propuesta interesante como modelo de escritura alternativa a las tradicionales marcas establecidas por una postura masculina[10]. Y en este mismo camino la poesía que durante los ochenta practicó la exploración del erotismo, sobre todo en un núcleo considerable de textos de Mariela Dreyfus (Lima, 1960), Patricia Alba (Lima, 1960) y Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963); sin dejar de nombrar a poetas como Magdalena Chocano (Lima, 1957) y Rossella Di Paolo (Lima, 1960), cuyos lenguajes y temas ponen el énfasis en otros rumbos.

Otro sector de la poesía peruana de los ochenta es la aparecida dentro de la movida de Arequipa de esos años, cuando se editan revistas como Ómnibus y Macho cabrío, y que es extensible a autores más jóvenes, como Odi González, a caballo entre los ochenta y noventa, o César Gutiérrez, asimilable a una “generación” del noventa. Sin embargo, dicha movida se haría visible en la escena nacional sobre todo con la poesía de Oswaldo Chanove, pero cobraría consistencia como conjunto con Alonso Ruiz Rosas, indiscutible (o discutible, para efectos prácticos es lo mismo) organizador de la misma. Una figura prestigiosa en la que pudieron identificar y apreciar a alguien de la tradición poética “culta” peruana vendría a ser José Ruiz Rosas, perteneciente a la “generación” del cincuenta.

Un acercamiento más detenido y pormenorizado de esta movida, por lo menos en sus líneas generales, puede verse en la antología de poesía arequipeña de los ochenta Viva voz de Rolando Luque Mogrovejo, publicada en 1990. Hace falta, sin embargo, un análisis más riguroso y específico de los alcances de la poesía practicada por estos poetas arequipeños, o por los autores agrupados en torno a la revista Ómnibus específicamente. En ese sentido, en torno a la órbita del grupo Kloaka se ha desarrollado un aparato crítico sobre la base de sus propuestas literarias, que para efectos del presente estudio ha resultado de mucha utilidad (nos referimos sobre todo a Ángeles 2001b, Ángeles 2001c, Mazzotti 2002a -que, con añadidos y variantes, recoge de Mazzotti y Zapata 1995 los apartados dedicados a la poesía de los ochenta-, Mazzotti 2002b y Quijano 1999)[11]. Por lo demás, y a modo de complemento, es interesante también lo que señala Chirinos cuando le preguntan por los rasgos más saltantes de su “generación”. Considera fundamentalmente dos: la apertura del mercado editorial, como ya dijimos y, dejando de lado el aspecto de su “comercialización” y fijándose en la problemática de la violencia:

[…] el haber surgido en un contexto de violencia generalizada, que iba desde el trato personal hasta la guerra interna. No creo que exista un solo poeta de esta promoción que se haya mantenido al margen de esta situación, sobre todo tratándose de poetas que fueron niños en los 60 y de algún modo vivieron el fervor de las promesas del cosmopolitismo hippie-socialista encarnado en Mao, Cuba, Bob Dylan, Los Beatles, etc. y cuando llegan a adolescentes y empiezan a escribir ven que todo este maravilloso andamiaje cultural se viene abajo lentamente.

Entonces se dan cuenta [de] que la revolución ya no está a la vuelta de la esquina y que las cosas tienen un lado más duro y sangriento. Y si todo esto no se manifiesta claramente en la escritura de esos años, sí se da en la manera de asumir la poesía que tiene cada uno de sus miembros (Rabí). [12]

Es conocida la romantización que Chirinos suele efectuar respecto a la década del sesenta, por lo que es necesario incidir que en ese cosmopolitismo hippie-socialista el lado duro y sangriento se encuentra también en la revolución china y en el propio triunfo de la revolución cubana, Beatles y Silvios mediante. De todas formas, estas opiniones son de mucha utilidad a la hora de realizar el análisis de los autores y poemas en el escenario de los años ochenta en el Perú. Tanto por lo que argumentaba Frisancho en 1990 como lo dicho por Chirinos respecto a que “si todo esto no se manifiesta claramente en la escritura de esos años, sí se da en la manera de asumir la poesía que tiene cada uno de sus miembros”. Sin embargo, adelantemos que para nosotros es evidente que en los poemas de los jóvenes poetas de los ochenta sí se manifiesta con claridad la violencia que (les) tocó vivir cotidianamente en el Perú. Tal violencia se trasluce ya sea en los temas abordados (asesinatos, masacres, torturas) como en la fragmentación y el quiebre de la linealidad del discurso poético del sujeto hablante (que los entronca a su vez con la tradición de las vanguardias); un sujeto que en muchos casos se propone estar al margen de todo orden social establecido, y que violenta las reglas desde la base misma del lenguaje. Mazzotti hace referencia a ello en sus ensayos, como cuando describe la poesía de Santiváñez:

En el caso de Santiváñez se da no sólo una barroquización superlativa de todos los niveles de expresión poética, desde los fonéticos hasta los tropológicos, sino el cuestionamiento de la misma escritura poética como tal y del sujeto poético unilineal, mucho más allá de los límites del montaje eliotiano y de las estructuras dramáticas ya ensayadas en la poesía peruana desde los años sesenta. Precisamente, su novedad consiste en quebrar toda alianza con la concepción del poeta como “comunicador”, en el sentido estricto del término; más bien, presentará un estilo y una perspectiva desde la cual la violencia de los años sangrientos de las décadas del 80 y 90 hacen de este sujeto dicente un recipiendario de una violencia interna con y desde el lenguaje, que supera ampliamente la “mono-tonía” de los registros convencionales, llámense coloquiales, narrativos, exterioristas o simplemente solemnes[…] (2002b: 137) [13].

La alianza del poeta como comunicador se quiebra, pero se pasa a la concepción del poeta como “performer”. Todo esto sin olvidar el manejo de un discurso esquizoide que a finales de los noventa llegó a conectarse con la tradición mística. Así, se habla del “beat/beato” (Ángeles 2001b) Róger Santiváñez o de la “mística-subte” (Ángeles 2001c) en Domingo de Ramos[14]. La práctica cultural fugaz pero representativa del Movimiento Kloaka vivió en la vorágine misma de la violencia con una actitud anarco-lumpen (pero comprometida con la crítica social) que apuntó a la construcción de un espacio de significación en y de lo marginal en tácita alianza con el canon, creando sus propios espacios de repercusión y apropiándose o usurpando los ya existentes. Sobre el compromiso social de Kloaka un buen ejemplo es su “Pronunciamiento” respecto a la masacre de ocho periodistas en la comunidad andina de Uchuraccay en 1983 (véase Zevallos 2002: 80-1, y Mazzotti 2002a: 210). También cohabitaban la incertidumbre algunos insulares, como Eduardo Chirinos o Raúl Mendizábal, quienes desde una postura más contemplativa (pero no por ello menos crítica, a su modo), fueron marcados por esta realidad en la que convivieron sobre todo en los años universitarios. Estos dos últimos autores, conjuntamente con Mazzotti, se harían llamar como “tres tristes tigres”. Y es que fue bajo este apelativo que codirigieron desde los claustros de la Universidad Católica, en Lima, donde coincidieron como estudiantes de literatura, los dos números de la revista de poesía Trompa de Eustaquio (setiembre 1980 y abril 1981), la cual acogió en sus páginas la novísima producción poética que se realizaba en Lima[15].

Todos estos autores, y su poesía específicamente, resultan interesantes porque su posición ante esta historia reciente se plasma en documentos válidos, en su compleja subjetividad, de una contra-narrativa respecto al discurso oficial (el Estado y sus aparatos ideológicos) que nos permite ver las contradicciones y los límites de las ciudadanías o subalternidades que conforman la nación peruana. Contradicciones “en un contexto plurilingüe, plurirracial y pluricultural como el de la sociedad peruana, una sociedad aún `no orgánicamente nacional´ (en palabras de Mariátegui[16]) en que los sectores occidentalizados, dentro de los cuales se instala la práctica `culta´ de la poesía, debe lidiar con un aquí que los espanta y un allá que los atrae, pero al que no pueden fácilmente acceder” (Mazzotti 2002a: 19). Un lidiar que también se extiende entre el “ser” y “estar”, y entre el “tú” y el “yo”, y que nos permite marcar posiciones y establecer barreras. Límites que nos permiten apreciar, en el ámbito de la lectura y de la interpretación, a ese Otro dentro de este terreno común de violencia y guerra. Entonces, ¿en qué medida espacios de exclusión social, económica, cultural y política permiten que unas voces logren formas de pacto con otras voces? Como ya adelantamos al inicio de este trabajo, la antología generacional que reunió a varios de estos autores a fines de los ochenta nos puede servir en primer término para ubicar esos límites y contradicciones. Lo que buscamos es una visión más puntual y diferenciada de cada uno de ellos, partiendo exclusivamente de sus opiniones respecto al contexto social descrito. En nuestra opinión, dichas visiones conforman un conjunto de signos que apunta a la formación de pactos discursivos y de alianzas que permitan la resistencia a la exclusión en cualquiera de sus formas.

La última cena. Poesía peruana actual se publicó en Lima en diciembre de 1987, y fue confeccionada por tres poetas del periodo: Mazzotti, Santiváñez y Dávila-Franco. Aunque la misma apareció sin sus nombres (una estrategia para obtener mayor autoridad), el dato se hace explícito cinco años después cuando el primero de los mencionados dice que en la “selección de poemas y autores y en [el] prólogo le cupo una importante -aunque parcial- responsabilidad al autor de estas líneas” (1992: 163); y en un pie de página de Poéticas del flujo dice que el prólogo de la misma fue “redactado por JAM en colaboración con RS y RD-F” (2002a: 132)[17]. Ahora bien, en un artículo aparecido quince años después de publicada esta antología, uno de los seleccionados, César Ángeles, hace un comentario tanto al prólogo del libro como a la época en la cual se enmarcaba el mismo. Ángeles resalta el hecho de que la respuesta política, sensibilidad poética mediante, de los autores seleccionados ante el periodo de la violencia que se vivía fue puesta de relieve al momento de efectuar un diagnóstico de dicha poesía:

[...]sobre las diferentes actitudes y sensibilidades entre escritores y artistas peruanos aparecidos en las últimas décadas, y específicamente sobre la presencia o ausencia de utopías y mitos sociales, puede volverse la vista a un libro representativo de los 80: la polémica selección de poesía peruana en esos años, La última cena. Allí se registran dos tendencias en los jóvenes autores de entonces; y se ofrece un prólogo [...] donde se aprecia que las referencias a la realidad social e histórica y sus correlativas tomas de posición, en concreto sobre el difícil momento bélico en el Perú de aquel entonces, son centrales para el análisis ahí emprendido y aun rescatadas como valor en el quehacer literario. Esas referencias se corroboran y muestran, “transposición poética” mediante, en algunos de los poemas seleccionados (2001a)[18].

Los autores incluidos son doce, de ahí el título del libro, haciendo alusión a los doce apóstoles bíblicos sentados en la última cena eucarística con Jesús. El orden en el que aparecen en el libro es por fecha de nacimiento: José Alberto Velarde, Raúl Mendizábal, Róger Santiváñez, Dalmacia Ruiz Rosas, Julio Heredia, Rafael Dávila-Franco, Eduardo Chirinos, Domingo de Ramos, César Ángeles Loayza, José Antonio Mazzotti, Rodrigo Quijano y Jorge Frisancho. Es decir, se incluye a cuatro ex-miembros del grupo Kloaka (Velarde, Santiváñez, Heredia y de Ramos) y sus dos “aliados principales” (Mazzotti y Dalmacia Ruiz Rosas)[19]. Están también los “tres tristes tigres” editores de la revista universitaria Trompa de Eustaquio (Mendizábal, Chirinos y el propio Mazzotti), así como Rafael Dávila-Franco, quien desde una posición insular estuvo cercano a las experiencias de los grupos citados. Finalmente, los tres últimos (Ángeles, Quijano y Frisancho) se trataban de novísimos autores que aparecían recientemente en la escena cultural; los tres estudiaban también por esos años en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Lima[20]. Es inevitable mencionar que en esta antología la ausencia de autores mujeres es notoria, sin contar a Dalmacia Ruiz Rosas, cuya inclusión la podemos entender (al margen de su indiscutible calidad poética) por ser “aliada” de Kloaka.

Hay que señalar también que varios de estos poetas radican fuera del Perú. Este hecho de por sí contribuye a la construcción de un sujeto migrante hispano que se viene perfilando orgánicamente desde los años noventa en numerosos textos e incluso poemarios de estos y otros autores[21]. Puede verse la encuesta “¿Por qué no vivo en el Perú? Una generación después” realizada en 1998 por el crítico Gustavo Buntinx (en alusión directa a una encuesta similar realizada por la revista peruana de literatura Hueso Húmero en 1981). En ella responden a esta interrogante (entre varios otros intelectuales consultados) Chirinos, Mazzotti, Ángeles, Frisancho y Dávila-Franco[22]. Ese mismo año, Raúl Mendizábal nos respondió lo siguiente cuando en una entrevista le subrayamos el hecho de que muchos compañeros de su generación se encontraban viviendo fuera:

Sí, para mi tristeza, pero comprendo que ellos no tenían otra alternativa, pues al ser eminentemente animales de letras no tenían espacio ni oportunidades aquí en Perú para sobrevivir, mientras que yo hallé soporte en la carpintería y fundé además una familia con una esposa que, al igual que yo, le atan fuertes, quizás excesivos lazos con esta parte del camino.

¿A qué te refieres con animales de letras?
Las letras como único oficio. Viven y respiran letras casi como único instinto. Y las letras […] constituyen el aire más gastado en estas landas (de Lima 1998).

De todas formas, y como parte de una práctica bastante extendida y usual cuando de nuevas publicaciones se trata, recién aparecida La última cena los jóvenes editores y algunos de los incluidos realizaron varias presentaciones en escenarios como la Biblioteca de la Municipalidad del residencial distrito limeño de San Isidro o en los predios de la Universidad Católica en Lima. Estos autores ofrecieron también varias entrevistas a diversos medios de comunicación masivos y ese “aire gastado” que acusa Mendizábal debió haberse renovado de algún modo con esa puerta abierta por estos poetas jóvenes. Y es que a su vez varias de sus declaraciones tienen que ver con la violencia política que imponía su sello entonces. Es así como el periodista Ángel Páez, quien durante la dictadura fujimorista se revelaría como uno de los más destacados periodistas de investigación, entrevista en el diario La República a seis de estos poetas (Dávila-Franco, De Ramos, Frisancho, Mazzotti, Mendizábal y Santiváñez) una semana después de aparecida dicha antología. La nota intercala declaraciones de los autores con breves pinceladas a manera de opiniones del entrevistador-cronista, quien concluye su artículo de este modo:

Doce poetas que en realidad son la cabeza de una serie de otras vertientes y otros poetas que no han sido incluidos. Y que ellos mismos lamentan. ¿Generación, promoción, mancha, collera?, evidentemente, marcada por la violencia. Santiváñez cuenta que tuvo un amigo que era un poeta sanmarquino y que se llamaba Alfredo Madrid y que lamentablemente murió antes de tiempo. Le dijo:

-Violencia es igual a biología: vida[23].

-Sí, sostiene Mendizábal[24], pero nuestro deber es saber distinguir la violencia que hay entre el estertor de un orgasmo y el estertor de un moribundo (29).

Como puede apreciarse, el periodista también enfatiza que se trata de un grupo de autores marcados por la violencia. Y la opinión que de la misma tienen estos es disímil, asumida desde posiciones distintas. Posiciones tanto en el nivel personal como estético, pues esta manera diferenciada de ubicarse en torno a ella también se hace patente en lo relativo a su poesía. En lo declarado a La República, Santiváñez inserta una opinión a través de una tercera persona, un amigo sanmarquino fallecido a temprana edad, en la cual la violencia no es vista necesariamente como algo negativo o que se deba negar. Esta apreciación surge de la comparación de la vida con una rama prestigiosa de la ciencia: una forma de legitimación no sólo científica sino también discursiva de la posición -o intuición- quiérase o no asumida. De ahí el inmediato deslinde de Mendizábal, al enfatizar la diferencia entre una violencia negativa, por así decirlo (estertor del moribundo), y una violencia positiva (estertor de un orgasmo). Estas discrepancias no son gratuitas o banales ya que implícitamente están haciendo referencia a la guerra que se vivía en el país, sobre todo en las alturas de las serranías andinas, y que ponía en juego el destino del Perú como proyecto y como futuro.

En otra de las entrevistas sólo acudieron de Ramos, Mazzotti y Mendizábal. Santiváñez, que por ese entonces colaboraba en el suplemento que acoge la nota, “para no ser juez y parte en la reunión [...] optó por ser el redactor de la interviú realizada por el editor del suplemento” (Freyre y Santiváñez 8); lo que definitivamente lo hace parte (es el redactor) en la entrevista. Pero lo que interesa resaltar es que en ella se da un elemento sintomático y a la vez común a estos poetas: cuando les preguntan por su poesía los tres se refieran a la violencia. Veamos:

¿Cómo definen su poesía? ¿Tienen una razón identificatoria?
RM: Nosotros no miramos al extranjero sino a nuestra tradición. La violencia nos marca para siempre. Tenemos la piel más dura. Somos cínicos pero eso nos hace más tiernos. No sé cómo aguantamos tanta violencia que nos llueve. [...]

DDR: Lo que nos diferencia es sintetizar toda esa poética, toda esa tradición. Yo creo arrastrar todo eso. Vallejo es lo que más me interesa. La violencia nos desgarra interiormente, al margen de cuestiones políticas. Me solidarizo con la violencia que ejerce el pueblo. Este es el conflicto personal que de repente me va a hacer escribir un poema.

JAM: Es el golpe de la violencia que se puede manifestar como tema[...] (9).

Aunque en estas y otras declaraciones que hemos venido citando a lo largo de este ensayo los autores no hagan explícita la tradición a la que hacen referencia, recordemos con Jean Franco que las genealogías son “estratégicas”, pues las afiliaciones, afinidades y diferencias son una manera de proclamar “banderas o consignas en la disputa de posiciones” (31). De ahí que la mención a César Vallejo deba relacionarse a su vez con la pugna por la autoridad. Ya el propio Raymond Williams señalaba cómo una nueva generación de escritores no sólo extrae de sus “grandes antecesores individuales la energía fundadora” sino que debe crear, “a partir de sus propios recursos”, formas que se adecúen a la experiencia del nuevo “estadio histórico” del que se forma parte (13). Cuando Mazzotti da cuenta del golpe de la violencia, podemos entenderlo como aquel que se recibe sin justificación alguna, pero que habría de manifestarse cada vez más y vertiginosamente pues, como es consciente en señalar Mendizábal, se trata de una “generación” -y una época- que lleva la marca imperecedera de la violencia por siempre. Repárese en lo dicho páginas arriba por Chirinos respecto a que ni un solo poeta de los ochenta se pudo mantener al margen de tal situación. Por su parte, de Ramos es directo al hacer explícita su solidaridad con “la violencia que ejerce el pueblo”. Una interpretación dialécticamente política de la situación y de su proyección histórica. Implícitamente, da cuenta a su vez de otra violencia, que no se menciona, pero que es fácilmente asociable a la violencia que se ejerce desde el poder. Esta posición de Domingo de Ramos es clara también en su propia literatura.

Finalmente, si bien no todos los poetas seleccionados ofrecieron entrevistas a propósito de la aparición del libro para difundir su punto de vista y su entendimiento de la poesía, sí los hubo quienes expresaron su opinión a través de otros medios. Eduardo Chirinos, por ejemplo, al escribir una reseña al primer poemario de Jorge Frisancho, el representante más joven de la muestra, opinó que La última cena se trataba de una “antología de quienes arbitrariamente se denominaron a sí mismos `poetas del ochenta´” (1988). Si bien se advierte una evidente distancia con los poetas-editores, lo expresado se puede entender también como una idea más general de la poesía (lo que suele llamarse como “universal”) que la relacionada con lo estrictamente “epocal”. Sin embargo, siete años después Chirinos daría una opinión más inclusiva respecto al tema al expresar que en “[...]ese libro existe una voluntad homogeneizadora. Voluntad que al fin y al cabo me parece válida, pues leyéndolo uno se da cuenta de que hay allí una voz permanente diciendo `aquí estamos, somos los del 80´. En el fondo, creo que el libro fue una llamada de atención a los críticos, que se preocuparon poco por averiguar qué pasaba en esos años” (Rabí). Aquí se da la idea de una “homogeneización” que se acepta por motivos tácticos y exclusivamente literarios, es decir, para influir con mayor fuerza y empuje en la opinión de la crítica moderadora del canon. Punto de llegada que se da la mano con la idea inicial de los editores: expresar la realidad o mentalidad individual -ideas, sentimientos, emociones, sensaciones, sueños, fantasías- siempre y cuando se dé “transposición poética” mediante (véase el pie de página 18). Es decir que si recién publicada La última cena (que coincide con su regreso a Lima luego de un viaje de estudios por dos años en Madrid), Chirinos tomó cierta distancia respecto al propósito de los antologadores, sus propios compañeros generacionales, con los años irá mostrando una actitud más comprensiva del asunto. Esta visión inclusiva es la que nos da la pauta para terminar este trabajo con la opinión que hace unos años diera este autor sobre la poesía de los ochenta en relación con la crítica y con sus propias propuestas escriturales:

Los escasos artículos y estudios que se han publicado sobre esta promoción pecan muchas veces de incomprensión, tal vez por la asombrosa heterogeneidad creativa de estos poetas. Esta heterogeneidad (que me apresuro a considerar su mejor logro) fue vista con desconfianza, desdén y mal disimulado temor: al ser irreductible a las definiciones se le tildó de “retro”, de evasiva, de peligrosa y hasta hubo quienes se dedicaron, con morboso deleite, a evaluarla con los mismos criterios empleados para evaluar las promociones anteriores[25]. No sabían (no podían saber) que el descentramiento social del país estaba denunciado implícita y furiosamente en el descentramiento del sujeto de la escritura poética, quien ya no podía reconocerse en la figura de un autor único y reconocible, sino en las de varios que (para hacer más complicado el asunto) utilizaban diversos tipos de tradiciones, experiencias y lenguajes que no temían convivir a pesar de hallarse muchas veces en entredicho. El hecho de que no haya puntos de contacto demasiado visibles entre los lenguajes de José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo, Domingo de Ramos y Jorge Frisancho, no significa el descrédito de un programa generacional, sino el reconocimiento de una necesaria y saludable dispersión discursiva que es, también, una dispersión del sujeto, de los referentes, e incluso de los sistemas electivos que conforman la movediza tradición en las que cada uno se inscribe y a su manera enriquece y prolonga (1999: 33-4).

Coincidiendo con Chirinos, las páginas anteriores sólo quieren insistir en la complejidad del panorama y en la importancia de los poetas del ochenta no sólo en el devenir de una tradición literaria nacional, sino del pensamiento y la reflexión surgidos de la vertiginosa situación social y política de aquellos años, y que hasta el día de hoy nos condiciona.

 

Ottawa, marzo 2003

 

 

Bibliografía citada

Ángeles L, César. “¿Un ave que duerme tranquila? En torno a un nuevo libro de poesía de Miguel Ildefonso”. Ciberayllu. Missouri: 20 diciembre 2001a. http://www.andes.missouri.edu/andes/comentario/CAL_Ildefonso.html

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[1] En La Escuela de Barcelona, libro en el que si bien es cierto analiza exclusivamente a este grupo de poetas aparecido en España a fines de los cincuenta, la crítica mallorquina Carmen Riera introduce la siguiente opinión: “Nos parece de escaso interés tratar de averiguar si los poetas objeto de este estudio [...] forman parte de una generación o constituyen simplemente un grupo de amigos dedicados a autopromocionarse. Residuo de la crítica positivista, el concepto historiográfico de generación [...] tiene, a nuestro juicio, apenas validez [...] Tanto Barral como Gil de Biedma, igual que Goytisolo, se dan cuenta de que pertenecer a una generación poética, aunque tal generación no exista en rigor, otorga carta de ciudadanía literaria, asegura un puesto en la historia de la literatura o, por lo menos, en las páginas de los manuales. De lo contrario, se es un excedente, un epígono, siempre difícil de encasillar o, peor aún, no se es nadie” (13). Por su parte, José Antonio Mazzotti ofrece la siguiente alternativa: “Uso la expresión `poesía del 80´ para referirme al conjunto de libros y textos que aparecen dentro del circuito llamado `culto´ de la poesía peruana alrededor de ese año. Los límites con una anterior `generación del 70´ y una posterior `generación del 90´ son sin duda difusos. Una pauta, sin embargo, consiste en la relativa homogeneidad de edades entre los autores del 80 y la dispersión de tendencias que decantan, reformulan o desconocen el modo vigente del narrativo-coloquialismo de las décadas anteriores” (2002b: 111). Mazzotti coincide con Riera implícitamente, al no otorgar mayor importancia al concepto positivista de “generación”.

[2] Escribimos el término idealista entrecomillado, pues es el que utiliza Ángeles en su réplica.

[3] Utilizamos el término “barroso” intencionalmente, a sabiendas de que el adjetivo “neobarroso” ha sido usado para referirse a otro sector de la poesía latinoamericana, como el que se presenta en la antología Medusario (véase Echavarren et al).

[4] Westphalen publicó los poemarios Las ínsulas extrañas (Lima 1933) y Abolición de la muerte (Lima 1935). Desde entonces, mantuvo un silencio poético que se interrumpiría recién en 1980. En la actualidad, la reunión más completa de su poesía es Bajo zarpas de la quimera (Westphalen 1991).

[5] Eduardo Chirinos dice sobre la poesía del sesenta: “El acercamiento a la lírica anglosajona del siglo XX (Pound y Eliot, Lowell y e. e. cummings, Dylan Thomas y Auden) permitió que el canto fuera también cuento, que el humor se diera la mano con la solemnidad, que la cultura despeinara el academicismo, que el poema no se negara a la historia, sino que tuviera el atrevimiento de proponerse como un discurso alternativo frente a la historia oficial. No se trató -como muchos quisieron creer- de un simple deslumbramiento ante la moda, sino de un complejo proceso de fecundación cuyas consecuencias irrigaron benéficamente la poesía peruana” (1999: 31-2). En ese sentido, Mazzotti destaca que un gran conjunto de autores de los ochenta se encargó “de renovar los estilos y modalidades discursivas más prestigiosas de las poéticas del 60” (2002b: 113), con lo que desarrollarían “la continuidad y transformación del legado narrativo-conversacional” (2002b: 112).

[6] Para una apreciación de Hora Zero en sus variadas etapas (y en distintos tonos que van desde el fácil elogio, pasando por la evaluación y también la crítica) véase Estos 13 de José Miguel Oviedo, Exclusión y permanencia de la palabra en Hora Zero: 10 años después de Enrique Sánchez Hernani, Poesía peruana del 70: Generación vanguardista de César Toro Montalvo u Hora Zero: La última vanguardia latinoamericana de poesía de Tulio Mora. Véase también el Tomo II de la Poesía Peruana Siglo XX de Ricardo González Vigil, en el que se pueden encontrar abundantes evaluaciones críticas superlativas en torno a Hora Zero como centro de la denominada “generación del 70”. Ninguno de estos autores y críticos forman parte del grupo poético de los ochenta.

[7] En su ya mencionado artículo Chirinos vuelve sobre este punto, añadiendo a la lista a Martín Adán, César Moro y Wáshington Delgado, y comentando a su vez que estas ediciones permitieron que se fuera “[…]allanando el camino a los poetas más jóvenes, quienes no se vieron en la imperiosa necesidad de recurrir a la revista inhallable, a la fotocopia ilegible, a la antología arbitraria. Esta ventaja, sin embargo, estuvo teñida de un doloroso escepticismo que sofocaba el fácil entusiasmo y el cómodo usufructo” (1999: 34-5).

[8] En otra entrevista, Chirinos da esta explicación sobre la poesía de su “generación”: “Lo que pasa en los 80 en realidad es que, pareja a la ruptura de los grandes discursos políticos y sociales que predominaban antes, se produce una ruptura del sujeto hablante en la poesía. Eso ha hecho difícil caracterizar a los poetas que empezaron a escribir en los 80” (Escribano). Y unos años antes había dicho: “[…]pese a que escriban cosas diferentes y los caminos que tomen sean asumidos de manera totalmente opuesta, existen referentes sociales comunes: todos tienen una experiencia de `tragedia´ o `comedia´ nacional” (Rabí). Y Eduardo Espina nuevamente nos dice: “La [ironía] (a los efectos históricos, más bien paradójica) de este periodo, es que la intensificación de la violencia política y el comienzo del descalabro del aparato institucional del país, es correspondida por un recogimiento de la inteligencia en el lenguaje. La palabra será un instrumento liberador; la poesía, un lugar compensatorio. El poeta regresa a su único bunker: el lugar del poema” (695).

[9] Hélène Cixous, como señala Laura Freixas, “[no] acepta hablar de escritura femenina: prefiere referirse a la `escritura que llaman femenina´, pero que puede hallarse en obras de autor de uno u otro sexo” (173). Para Kristeva, por su parte, y siguiendo con Freixas, a pesar de reconocer en esta escritura llamada femenina ciertos elementos temáticos y estilísticos comunes, le es “difícil decir si son producidos por algo específico de las mujeres, por la marginalidad socio-cultural o más simplemente por una estructura particular (por ejemplo la histeria) promovida por el mercado” (174). Siguiendo el mismo razonamiento, Kristeva también señala en Las nuevas enfermedades del alma que la “existencia sintáctica [de un lenguaje de mujeres] es problemática [pues su] aparente especificidad léxica puede ser más el producto de una marginalidad social que de una diferencia sexual” (196). Sea como fuere, lo cierto es que prácticamente en todo el orbe existen en la actualidad miles de escritoras que asumen, desde el punto de vista filosófico, literario y político, la escritura llamada femenina como patrón o postura. Esto sin descontar las críticas que incluso algunas autoras pueden hacer a ciertos aspectos de esta opción. En La risa de la medusa, Cixous dice: “Imposible, actualmente, definir una práctica femenina de la escritura, se trata de una imposibilidad que perdurará, pues esa práctica nunca se podrá teorizar, encerrar, codificar, lo que no significa que no exista. Pero siempre excederá al discurso regido por el sistema falocéntrico; tiene y tendrá lugar en ámbitos ajenos a los territorios subordinados al dominio filosófico-teórico” (54. Véase también 54-66); con lo cual, desgraciadamente, se relega tal escritura al ámbito de lo incognoscible, lo irracional, lo estrictamente emocional. Sobre la crítica literaria feminista y la literatura hispanoamericana consúltese Jean Franco.

[10] Todo esto sin olvidar por supuesto a Blanca Varela quien, sin embargo, masculiniza el yo poético de su primer libro, Ese puerto existe (y otros poemas), de 1959. Respecto a este hecho se pregunta Grecia Cáceres: “¿Provocación, reacción violenta contra una identidad femenina también consensual e impuesta, necesidad de objetivar la experiencia, manera universal de hablar del ser del poeta, todo a la vez?” (60). Otro abordaje al tema puede verse en Reisz 49-51.

[11] Para apreciar el tipo de acercamiento crítico practicado por algunos miembros de Ómnibus, puede consultarse La enfermedad de Venus, de Alonso Ruiz Rosas, poemario en el que se ficcionaliza una voz ensayística.

[12] Respecto a los años sesenta en el Perú, veamos este comentario de Róger Santiváñez aparecido en el ya mencionado diario Página Libre: “Durante esa década -signada por el primer gobierno [de Fernando] Belaunde [Terry]- se intenta una modernización de la sociedad, manifestada en la introducción masiva de los elementos del modo de vida yanqui difundidos a través de la TV, la publicidad, el cine y la industria del consumo. Se vivía bajo una burguesía modernizante, proyanqui, desarrollista que importaba plymoulths último modelo y fundaba nuevas urbanizaciones de ventanas de aluminio y vitrovent. Se quería escapar de la asfixiante atmósfera oligárquica y atrasada de los años cincuenta. El golpe de [Juan] Velasco [Alvarado] y los sucesos posteriores demostrarían hasta qué punto aquella burguesía no fue capaz de enfrentarse a la oligarquía tradicional, ni mucho menos resolver -con su propuesta modernizante- los grandes problemas que aquejaban (o aquejan) a la inmensa mayoría de los peruanos” (1990).

[13] Por esa misma época existieron autores, como Jovaldo y Edith Lagos, que plantearon estrategias de insurgencia en el terreno de la acción política. En El bosque de los huesos se hace referencia a los mismos (Mazzotti y Zapata 1995: 36. Véase también Zevallos Aguilar 18). Y en El caníbal es el Otro de Víctor Vich se ingresa por primera vez desde una perspectiva académica al análisis de un sector del corpus del discurso senderista presentado en verso (13-35). Para una breve semblanza de Lagos consúltese Kirk 35-41.

[14] Lo de beat refiere al grupo de escritores norteamericanos (Ginsberg, Kerouac, Burroughs, Corso) que sentaron presencia en los años cincuenta con una actitud agresiva y de rechazo hacia los valores sociales y literarios entonces vigentes (véase Cook). Lo de subte refiere a la escena subterránea (underground), tanto musical como plástica y literaria, constituida como punta de lanza de la contracultura limeña.

[15] Precisamente sobre este y otros temas relacionados con la poesía de los ochenta, pueden consultarse los prólogos de las antologías La última cena (VV. AA. 1987) y El bosque de los huesos (Mazzotti y Zapata 1995), así como los estudios de Juan Zevallos Aguilar: MK (1982 - 1984): Cultura juvenil urbana de la postmodernidad periférica y de José Antonio Mazzotti Poéticas del flujo Migración y violencia verbales en el Perú de los 80. Como puede apreciarse, se trata en la mayoría de los casos de una versión “desde adentro”, con lo que estos autores consiguen crear su propia versión de la historia. Estrategia legítima, por lo demás, y que en el siglo veinte peruano viene por lo menos desde el “testimonio de parte” de José Carlos Mariátegui en su “proceso” de la literatura peruana de 1928 (229-350). Otro ejemplo temprano es la antología poética Las voces múltiples, de 1916, promovida por sus propios autores, ocho en total, entre ellos Abraham Valdelomar.

[16] Respecto a Mariátegui frente a la coyuntura teórica a mediados de los noventa consúltese Larsen.

[17] Anotemos que con este mismo título se publicó recientemente una antología que incluye a poetas jóvenes aparecidos en los años noventa, así como otros autores de los ochenta: La última cena. Poesía peruana, 20 años después. Esta vez sí aparece el nombre de Mazzotti como autor, y nuevamente la colaboración de Santiváñez y Dávila-Franco, sumándose en esta ocasión el autor de este ensayo al proyecto. La selección se preparó en Cambridge, en casa del propio Mazzotti, quien escribió el breve prólogo de la antología (en base a fragmentos de la introducción a El bosque de los huesos), donde incorpora una precisión sobre la primera Última cena de 1987 al señalar que la misma “[…]no se propuso en ningún momento representar a una nueva `generación´[;] era, más bien, no otorgar unidad de ningún tipo, excepto la estrictamente cronológica y editorial, a los poetas seleccionados. El número de doce era puramente casual, lo que dio motivo al nombre, y la idea que guiaba la elección era la de difundir con criterios representativos los distintos estilos y tendencias de los entonces recientes autores” (2002c: 1). Por nuestra parte, dos años antes ya habíamos realizado una selección de poetas aparecidos durante los últimos veinticinco años: “Poesía peruana actual: 1978 - 2000” (de Lima 2000).

[18] De hecho, el prólogo de la antología termina señalando una apertura de posiciones, en que conviven desencantos y entusiasmos de una generación social: “Son doce los poetas aquí seleccionados. Todos ellos de una u otra forma representantes de la atomización que actualmente vive el ambiente poético peruano[,] en el cual los grupos o camarillas se han desvanecido ante la verdadera guerra, que es la guerra social, de cuyo desencanto, gloria, dolor y felicidad terminan dando cuenta, cada uno a su manera y en legítima transposición poética, estos apóstoles sin jefe, pero también sin Judas” (VV. AA. 14). De “la sagrada familia” a “la última cena”, ¿coincidencia religiosa o afán de martirio? En su ensayo sobre dos integrantes de Kloaka, Rodrigo Quijano (1999) resalta la idea de las palabras y plegarias desde la marginalidad cultural. Y plegaria como antónimo de maldición resulta siendo la otra cara de la configuración característica de dicha agrupación tal y como ha venido siendo percibida por la crítica tanto periodística como académica.

[19] Mencionemos que Heredia, Santiváñez y Dalmacia Ruiz Rosas anteriormente formaron parte del grupo La sagrada familia (1977 – 1979). Los dos últimos se integraron también al Movimiento Hora Zero en su breve aunque significativa tercera etapa (1980).

[20] Vale aclarar el caso especial de Quijano, quien ese mismo año publicaría una colección de nueve poemas con el sello Kloaka Internacional que editaba en París José Alberto Velarde. Esta plaqueta venía acompañada con dibujos de Fernando Bryce (Quijano 1987). Previamente, en 1986, Quijano había publicado también en el primer número de una revista de poesía que, con el mismo nombre del sello editor mencionado, y también en París, incluía a su vez textos de Dávila-Franco, De Ramos, Mazzotti, Dalmacia Ruiz Rosas, Velarde y otros. Años antes, y como guitarrista de la banda musical Durazno Sangrando, Quijano fue entrevistado por Santiváñez junto a otros dos jóvenes rockeros (Fernando Bryce, de la misma banda, y Edgar Barraza, artista de la escena subterránea limeña conocido como Kilowat, integrante entonces de Kola Rock). Santiváñez les lanzaría esta provocadora pregunta: “¿Qué actitud tienen ustedes frente a Kloaka?”, a la que Quijano respondería de este modo: “Yo estoy con Kloaka porque Kloaka es chicha. Es lo más avanzado y responde a una situación como la que se vive hoy en el Perú” (1983). Por su parte, Frisancho publicaría un año después de La última cena su primer libro de poemas con el recién inaugurado sello Asaltoalcielo / editores. Entre 1986 y 1987, tanto Frisancho como Quijano coeditaron -con José Antonio Mazzotti- la “segunda época” de la revista Asaltoalcielo, suplemento cultural de El Nuevo Diario.

[21] Esto sin dejar de mencionar que ya se ha venido formando en la capital peruana un sujeto migrante urbano. Para el caso de Domingo de Ramos, véase Zevallos Aguilar 1992.

[22] A mediados del año 2001 Ángeles regresó al Perú luego de radicar durante siete años y medio en España y Alemania.

[23] En un artículo inédito escrito un año después, Santiváñez contará esta misma anécdota: “La Violencia / La Bio-lencia. Significa vida, como decía Alfredo Madrid -joven poeta- en el Patio de Letras de San Marcos en 1977, año en que murió antes de tiempo” (1988).

[24] Aclaremos que en la entrevista aparece el nombre de Mazzotti como la persona que expresó esta réplica. Sin embargo Mendizábal, quien fue el que nos proporcionó una copia de este reportaje, nos expresó que fue él quien expresó esa idea. Consultado Mazzotti vía telefónica (diciembre 2002), nos ha confirmado que efectivamente se trató de una equivocación del entrevistador.

[25] Anteriormente Chirinos ya había llamado la atención sobre el hecho de que “los pocos [críticos] que se ocuparon [de la poesía del 80] lo hicieron […] mirando hacia atrás” (Rabí).

 
 

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Violencia y poesía peruana de los ochenta. Aproximación a partir de una antología generacional.
Paolo de Lima / University of Ottawa.
Marzo de 2003