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        “UN MITO ENORME, EQUIVOCADO, RUPESTRE”
          (Dos notas para llegar a Pablo de Rokha)
          
          Por Rodrigo Bobadilla
                                                          Cuarto de  Revelado, N°1, Agosto 2008.
                                                          http://www.cuartoderevelado.cl/rokha_bobadilla.htm
        
        
         
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        El problema de la tradición y del relato que articula una determinada historia literaria; el problema de la  vigencia de una obra que obedece, tanto en sus sentidos como en sus prácticas  discursivas, a las pautas de un orden creativo del que estamos lejos,  proscritos; el problema de la marginalidad de una escritura que, contra el  trabajo incansable de su propia subversión, se ha visto forzada a figurar en  los escaparates de la publicidad pedagógica y ahogada por el alud de los lugares  comunes; el problema de las limitaciones de un verbo que se alinea a un  contenido ideológico 
específico, que hace de la vociferación del verso una  ética y una política, de la espesura del poema una utopía de redención social e  histórica; el problema de una palabra excesiva, impura, barroca, monstruosa; el problema -auténtico tic de la Modernidad- de un poeta  que lo apuesta todo en el intento de asumir, como reza la máxima rimbaudiana,  “la verdad en un cuerpo y en un alma”. Umbrales que cualquier lector sensato  podrá escoger para entrar -o para salir, aterrado por la morfología de un  espanto- del copioso universo poético erigido por Pablo de Rokha.
         Un  lector da la medida de su autenticidad en la medida en que es capaz de ceñir  una obra al margen de los dogmas y las opiniones de uso que circulan en torno  ella, verdaderas camisas de fuerza tejidas por un status quo para abolir un horizonte de lecturas posibles en pos de  la seguridad de una lectura canónica. La voz de una especie de autocracia  letrada -que a menudo se confunde, por desgracia, con la voz de la crítica- se complace en dictar, para  cada autor y para cada escritura, un hatajo de convicciones presuntamente  irrebatibles, un catálogo venerado de preceptos inscritos en el panteón de  creencias de los benefactores de la   Academia y la Institución Literaria.  Leer consistiría, para ellos, en ubicar el quehacer de un determinado trabajo  poético en un orden reconocible de progresos y adelantos, en el programa  impuesto por la narración de la “historia de la literatura”; la fisonomía de  una escritura, sus errores y sus cegueras, la medida de sus expectativas y el  tamaño de sus fracasos, todo se explicaría sencillamente situándola en el  panorama que enmarcó su origen, entre tal o cual generación artística, en tal  momento de la Historia  y entre tales costumbres en el ámbito de la creación.
         El  mal hábito de dicho historicismo incurre, entre otros, en dos pecados  imperdonables: el de la lectura pedagógica y el de la canonización. El primero  asegura un detritus de obviedades cómodas, siempre dispuestas a ponerse en boca  de quienes pretenden hacer gala de la lectura efectiva de un poeta, que  estrechan la amplitud de los sentidos de una obra en el intento de hacerla  familiar y aprehensible. Cabría hablar aquí de domesticación: incluso la más  subversiva de las arremetidas poéticas, la que más atentó contra el orden de costumbres  verbales y convenciones lingüísticas de la lengua, la que con más exaltación se  propuso acusar la aberración de una determinada estructura social, es  susceptible de ser domada por la tranquilidad de las antologías y de los  manuales; el monstruo es presuntamente domeñado, aplacadas sus deformidades, y  obligado a figurar en la oficialidad burguesa del Libro. 
         El segundo es acaso más peligroso:  bajo las formas del homenaje y el aplauso, condena a una poesía a posarse en  los pedestales del canon y le asigna un rol protagónico en la formación de una  determinada tradición literaria, economizando en gran medida su lectura y opacando  su fisonomía. La convierte, digamos, en mercancía. Sacralizar una escritura y  adherirle el rótulo de ser “una de las más grandes de una época”, ¿no  contribuye acaso, en la rutina pedestre de los circuitos letrados que tanto  conocemos, a enterrarla y hacerla inofensiva? ¿No hay en ello un simulacro que  pretende atenuar -por no decir anular- las complejidades y la espesura de un  verbo, familiarizando su extrañeza e incluso reservándole el lugar de una suerte  de ídolo vacío, una más de las estampas con las que la cultura buscar llenar  sus inventarios y escribir su relato? 
         Habrá que decidir qué atenta más contra  el ejercicio siempre trasgresor de todo genuino lenguaje poético: la ignorancia  inexpresada de los que se acercan a él y lo juzgan de acuerdo al cúmulo de  reseñas y aclaraciones afianzadas en torno a su figura, como quienes creen  poseer la verdad de una palabra de acuerdo a la definición que ofrece un  diccionario; o el elogio generalizado y bullicioso, también ignorante la  mayoría de las veces, que en cada natalicio o conmemoración se ocupa de  encumbrar artificiosamente la superficie de ese lenguaje, su fachada, pero es  incapaz de desentrañar el auténtico valor de sus significados, la hondura de  sus gesticulaciones, la disidencia de sus formas y la dificultad de sus  relaciones íntimas con la   Historia.
         Son  estos, en parte, los peligros que amenazan la lectura de una obra poética como  la de Pablo de Rokha, los vicios que la alejan y la aíslan. Leer esa escritura  significa, ante todo, fundar nuevas maneras de leerla; escrutar, hasta las  últimas circunstancias, la viabilidad de una ruta que la acerque a nosotros, la  necesidad de rescatarla del tiempo vacío de las explicaciones y los esquemas  cronológicos para concederle, de una buena vez, una actualidad -una vida- que  merece y reclama. 
          
          Era natural que la trayectoria de  una existencia como la suya, marcada como estuvo por las señas del exceso y del  misterio (arribó al mundo en 1894, adhirió al más tosco de los marxismos  concebibles, escribió demasiado, proclamó la revolución y la emergencia de un  arte proletario, fue vanguardista cuando había que serlo, padeció el dolor de  la muerte de sus cercanos y se borró a sí mismo de la vida a los setenta y tres  años), no tardaría en convertirse en un mito; su propia obra, ciertamente,  invita en cada uno de sus sobresaltos y en la grandilocuencia de sus imágenes a  la propagación de dicha superstición. Pero cuando la leyenda, alimentada en  manos de sus legatarios y de sus detractores, asume el tamaño de un emblema  insulso que ensombrece sus propios méritos poéticos, que desvía la atención  desde sus creaciones hacia la superficialidad de aquello que les es ajeno,  entonces es preciso desmantelarla y reescribirla; restituir, para llegar hasta  esa poesía, el “instante de peligro” en el que ella jugó sus cartas, revisando  su decurso a contrapelo.
         «En  cada época -Benjamin- es preciso esforzarse por arrancar la tradición a un  conformismo que está a punto de avasallarla»(1).  Tómese esta frase al pie de la letra y despréndase de ella un modus operandi, una estrategia lectora:  la profundidad de esa maniobra consistiría en la activación de un gesto que se  resistiera a descifrar los hitos de la cultura y de la tradición como si fueran  mera grafía muerta, objetos instalados en las repisas de lo conocido y lo  catalogado, adornos con los que se engalana una memoria común para llenar el  hueco de su existencia pretérita. Toda historia, todo relato tiene su propio  ángel; es ese ángel el que lo apuesta todo por mirar hacia atrás -como en la  fábula propuesta por las Tesis benjaminianas- resistiéndose a las tormentas de un progreso que lo obliga a  avanzar y forjando, en esa resistencia, una constelación de momentos de peligro  que son conjurados a concurrir hasta el hoy.  La labor de semejante ser alado, rescatista y redentor a un mismo tiempo, se  vería forzada ante el corpus de  nuestro pasado literario a extraer de él, en la forma de unidades compactas -miniaturas,  estatuillas- autónomas y orgánicas, a cada autor, a cada obra que ha sido  sepultada bajo la hojarasca de esa narración que imputamos. Desalojar, por  decirlo de otro modo, los mitos y sus retóricas vacías, y hacer de todo  lenguaje perdido una mónada que pueda interpelarnos cara a cara.
         ¿Cómo sería una mónada, una  miniatura que contuviera en sí los rastros de toda -toda- la escritura  rokhiana? ¿En qué medida atentaría contra cada uno de los discursos que hoy  vindican falazmente la mudez y el silencio, la esterilidad y el pasatismo, la  profusión infecunda de lenguajes vacíos y travestidos en las bambalinas de la  posmodernidad? ¿Cuánto nos pondría en  peligro la contextura deforme de ese cuerpo atiborrado de cicatrices si aprendiéramos  en verdad a leerlo? A dicha criatura le basta existir para desestabilizar en  una cierta medida gran parte de nuestras prácticas verbales, para subvertir lo  que se ha hecho costumbre acatada en nuestras formas de leer y de crear. Su provocación  es múltiple: está presente en cada una de las desproporciones a las que una  lectura trivial reputa apresuradamente de tremendismo y de cháchara (revísese  el escándalo con que Los Gemidos fue  recibido por algunos de sus contemporáneos); está presente en el ímpetu con que  esa palabra poética se emplaza a sí misma, sin ninguna vergüenza, como la  vocera de una ideología política; está presente, sobre todo, en la fabulosa  mímica de un verbo inabarcable que pretendió ajustar sus contornos al contorno  del mundo, equipararse -osadía prometeica y sancionada de antemano- a la Totalidad.  
          
          En  fin: se trata del apremio de lavar a De Rokha de los reduccionismos que lo  acosan, de hacerlo saltar de ese continuum programático en el que lo han insertado los manuales didácticos, para traerlo intacto  hasta nosotros. Ritual al que debiéramos sentirnos invitados con urgencia. Podrá  decirse que hablar hoy de él resulta un ejercicio anacrónico, inoportuno,  extravagante. Pasatiempo objetable de algún sedicioso lector que no se limita a  obedecer al índice de lecturas que dictan las hermenéuticas de turno, deseosas  de imponer en el elenco de obras visibles aquellas que sirvan para la  implementación de sus propios simulacros teóricos. La reactivación intempestiva  de viejas categorías o palabras caídas en desuso - pecado imperdonable para los  guardianes ministeriales de la moda- podrá suscitar el rechazo y la suspicacia de  unos cuantos; pero será, al fin y al cabo, la tarea imperiosa que debe emprender  quien quiera esbozar el boceto en  miniatura -necesario, demasiado necesario- de aquella poesía que fue “como  el fracaso total del mundo”.
          
          Acaso la lectura de un poeta  signifique, entre otras tantas comuniones, la de rehabilitar tozudamente unas  cuantas palabras dichas y creídas por otro. Volver a proferir, limpios de todas  las simplezas divulgadas por el canon, el inmenso grito que un hombre hizo  circular entre nosotros, recorrer paso a paso “la densidad de un lenguaje  solitario”(2);  tal sería el afán que esa figura rokhiana que hemos formulado traería consigo,  la condición de lectura de ese verbo desmedido que ella tiene inscrito en cada  uno de sus miembros. Pero, ¿quién se atreve hoy en día a arriesgar el ejercicio  salubre de un guiño semejante? Decir “compromiso”, “utopía”, “épica social y  continental”, “palabra profética”, “poesía guerrillera o militante”, “Realismo  Social Constructivo”, sin temerle al escándalo previsible de los  prestidigitadores de lo nuevo y de lo actual, y sin ahogar las virtudes de toda  un Arte Poética bajo el peso de dichas palabras, o simplemente desterrarla al  amparo del hiato que nos separa de ellas.
 
          
          Una legítima epopeya del fuego, en todo caso, está libre del peligro de quemarse  en las llamas de cualquier hoguera inquisitoria. Libre, también, de la  mediocridad de sus halagadores. El ardor inextinguible es su elemento, su materia,  su cifra. Indicar esto podrá servir, tal vez, para que el cadáver del poeta  -todavía furibundo- descanse medianamente en paz, pero no para aliviarnos a  nosotros. Porque cualquiera que se encuentre con él por los caminos de la vida,  cualquiera que caiga en los brazos de De Rokha, sabrá que “ya está juzgado: su  propio nombre se vuelve condena en esa boca”(3).  Ahí, en ese intervalo de riesgo al que debe conducir cualquier lectura honesta,  no servirán de nada las verdades compradas a bajo costo en el bazar del último  crítico rokhiano. Será absurdo prodigar nociones como “vanguardia utópica”, “partidismo”,  “escritura barroca” o “época heroica”, como si ellas explicaran en algo la  furia del fuego. Todo será absurdo, quizá, menos esto: reconocer que el sueño o  la vigilia de toda poesía engendran monstruos cuando ella hace su trabajo, y  que esos monstruos no sucumben ante ningún bozal, ante ninguna expropiación,  ante ninguna condena o decreto de la  Historia.
         
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        ¡Ah!, ¡remontar a la vida! 
          Poner los ojos en nuestras  deformidades.
        ARTHUR RIMBAUD
        Habría que rastrear las marcas que delatan, en  ese cuerpo diminuto que contiene a la escritura del poeta, la historia y el  decurso de su transgresión; cifrar y descifrar la totalidad de esa grafía  apretada que está tallada en su relieve. Conozco, por cierto, la objeción más  natural que podría alzarse ante tal cometido: «El pensamiento creador (en De  Rokha) está humillado por una materia verbal que, por excesiva, produce  debilitamiento. El signo más trágico de su grandeza es el ocultamiento de sus  tesoros detrás de convulsiones o períodos verbales oprimentes»(4).  Pero el poeta merece, creo, algo más que una simple invitación a espigar en la  selva confusa de su lenguaje en busca de gemas compactas, imágenes o giros  deslumbrantes, artificios poéticos rigurosamente pulidos y agobiados, sin  embargo, en medio de un mar aberrante que los denigra y los mutila; merece que  recibamos, en la medida de nuestras precarias posibilidades, la summa de su palabra poética, el “signo  total” de sus formas hurañas. Cavar, en otros términos, en la integridad de su  gesticulación, redimiendo y valorando la pantomima cabal de sus procedimientos.  Una faena que -por supuesto- no podría llevarse a la práctica en la brevedad de  estas notas.
          
          Lo que debería esperarse de un  ejercicio semejante sería una redefinición, en primer lugar, de la cuestión  aparentemente zanjada de lo que implica la política que profesan las creaciones rokhianas. Los modos que asume una palabra poética  con el fin de sublevarse ante un orden establecido son, por decirlo menos,  diversos. No pueden reducirse, como es lógico, a la visita reiterada de ciertas  temáticas o dogmas vinculados a una eventual política práctica, disidente e  insurrecta; tampoco al burdo propósito de transformar la construcción de un  aparato verbal en una especie de oficina de propaganda, anfiteatro en el que se  alza la voz del poeta para persuadir a los oyentes acerca de la virtud de los decretos  de algún credo estruendoso. 
          
  Contra  todo lo que diga el rumor de sus jueces, la auténtica sedición de De Rokha  trasciende -y esto, se entiende, va incluso más allá del propio programa estético  que el poeta pregonó- esos hábitos. No hablaríamos de él si su mérito fuera  solamente el de haber gritado alto en nombre de tal o cual consigna, adhiriendo  a la servidumbre del cantor que pone sus piezas a disposición de una bandera, tutora  usurera que se sirve cómodamente de la poesía en provecho propio. El elogio  desmedido a Stalin o a Lenin, la imprecación a las bestias fascistas de variada  especie, el ímpetu exagerado con que injurió a lo burgués y a sus sucedáneos, el  llamamiento a la revuelta y a la revolución proletaria: son sólo la expresión  conceptual, temáticamente visible, de una subversión que encuentra en el propio  lenguaje sus métodos combativos.
  
  «Al  adoptar esta conducta, la palabra poética -solidaria y solitaria- encuentra en  sí misma, a partir de sus propias operaciones y como su “deber original”, la Ley de su excepcionalidad  transgresora»(5) (Lihn). ¿Cuál podría ser,  en De Rokha, la forma que asume esa Ley? ¿Qué hay en su verbo que encarne, en  el nivel lingüístico, la saña revolucionaria por la que el poeta bogó insobornablemente?
  
  Respondamos:  hay una inconcebible, una pasmosa monstruosidad.  Basta con abrir cualquier página del poeta para encontrar allí, en la forma  cruda y brutal de lo inacabado, un magma de materias demasiado vivas, dispuestas  a extenderse interminablemente en el surco del papel, a rebasar todos los  márgenes, a proliferar sin paliativos ni atenuantes; quien detenga la mirada en  las suturas que la imagen de De Rokha tiene tatuadas sabrá percibir, lleno de  espanto, que en verdad son heridas que no aceptan la higiene de ninguna  coagulación.
 
  
          Otros han sabido aclarar la  importancia y el valor que reviste, en el orden de la especificidad del  lenguaje poético, la terquedad con que una determinada palabra se obstina en  resguardar su confusión y su opacidad, en hacerse intratable y esquiva. Ese gestus es el que asegura, para el signo  disidente de la poesía, su rechazo de las normas comunes del lenguaje, su  posición soslayada con respecto a otros códigos lingüísticos. Una escritura  “mal hecha”, impura, renuente de la precisión y de lo contenido, extendida  hasta el hartazgo en torno al chirrido de su imaginario, ¿no puede ser vista  como un operativo en sí mismo transgresor, atentatorio, revolucionario? ¿Necesariamente debe caer sobre ella el anatema de  los que pretenden que todo discurso poético sea límpido, rigurosamente medido  en sus ensanchamientos, que toda palabra prescinda de aquellas excrecencias que  pueden también -bien usadas- activar un sentido y encumbrar una revuelta? A  veces el delirio disidente se llama expansión.
 
          
          Alone colgó la etiqueta de “poesía  patológica” sobre Los Gemidos(6). Lo suyo podría  ser leído, descontadas sus intenciones, como una especie de elogio involuntario:  lo patológico es una marca positiva, un legítimo recurso en medio de un ámbito  -el de la fauna literaria de las primeras décadas del siglo XX y, más en general, el de la  identidad orgánica que asume la lengua en cada estanco de la   Historia- en el que dominan a sus anchas la sanidad y la  pulcritud. En aquel gemido temprano del poeta (1922), rara mixtura de barro y  sueño, ya estaban jugadas las cartas del monstruo, expuestas sus taras: las  hipérboles, las enumeraciones abusivas, el desmembramiento irresponsable de los  adjetivos, la ebullición de temas y registros, la espiral de las repeticiones y  de las marcas adverbiales, la retórica depravada de un discurso que exigía la  ampliación de un sujeto problemático hasta adoptar la holgura del Cosmos. 
          
          El cáncer se ramifica y progresa,  allana nuevas formas: el romanticismo arrebatado de Cosmogonía; la fragmentación incoherente de U, risueña y futurista, que culmina (“Soy el hombre casado”) con esa  prodigiosa elevación de la intimidad hogareña a la altivez del orden sideral; el  agresivo flujo verbal, sin trabas ni reservas, de Suramérica; la escritura, también impetuosa, de Escritura de Raimundo Contreras, y su  afán por fijar una imagen épica y heroica de lo popular; la ensayística  aberrante de Arenga sobre el arte o  de Heroísmo sin alegría; el largo  etcétera que incluye a todos los volúmenes -auténticos muñones- del poeta,  instancias propicias, cada una a su manera, para que la inagotable profusión de  esa palabra poética cobrara un cuerpo.
          
          En la primera línea de Ecuación leemos: “Al canto, como al  candado, es menester echarle llave”. Ese eco nos sorprende -nos provoca- en  medio de un magma lingüístico que pugna, en su ritualidad, por abrir todos los  cerrojos, por derrumbar todas las puertas que distancian al poema de la vida y  sellar, entre ambos, una indisoluble identidad. Querer trazar el perfil de un  lenguaje que sea capaz de decir la   Totalidad, de instigar a lo real en cada una de sus  dimensiones, y tener, frente al mundo, la temeridad de decirlo todo y  acapararlo todo, terminará por engendrar un verbo que no puede disimular su  fracaso y su abyección. Los monstruos son registrados en los compendios  teratológicos como cosas temidas, caretas del miedo, mutaciones proscritas y  relegadas a la marginalidad; De Rokha figuraría allí por incurrir en el delito  de volver orgánicas las relaciones entre signo y mundo, por pretender hacer del  lenguaje algo consustancial a la realidad, por olvidar que una de las leyes del  canto es que “nunca se parezca a nada, ni a un hombre, ni a un alma, ni a un  canto”(7).
          
          Pero, incluso en su frustración, el  grosor de ese intento y la deformidad que él irradia siguen blandiendo un  sentido incalculable. Esa vicerrealidad hecha de palabras que la obsesión rokhiana asentó como moldura del mundo no  podía sino entrar a competir con él, en un duelo en el que el verbo, si bien tiene  todo que perder, puede -y debe- ganar la materialidad de su hazaña y la  evidencia somática de su acometimiento. Sólo una miopía flagrante puede  descartar el vigor que conservan - hoy, para nosotros- los dividendos de esa  discordia; el monstruo aterroriza no sólo por su excepcionalidad sino también porque  lleva, incrustado en ella, enquistado en cada recodo de sus versos, algo que  aún es nuestro.
          
          Versos a los que la Historia, por cierto, dejó  hablando solos, gritando solos. A la incontestable soledad que circunda a toda  palabra poética, habitante de un mundo que se sabe apartado de lo real por esa  condición de irrealidad que  constituye, al fin y al cabo, su más entrañable patrimonio, se le suma a la de De  Rokha el desgarro de verificar la inviabilidad del sentido que sus textos ponen  en juego. Una imagen para armar y desarmar: la de un poeta fantasmal y soberbio  que recorre ciudades y golpea umbrales para divulgar, él mismo, sus escritos;  la de un lenguaje que -era obvio- no podía ser escuchado ni siquiera por los  oídos del “pueblo” al que tanto aclamaba, por las masas a las que idealizaba y  de las que se hacía vocero.
          
          La utopía -valdría recodar el “sin  lugar” que reseña la etimología de este vocablo- a la que ellos se abalanzaron  con la dignidad de una fe incorruptible, con el impudor de una devoción, les da  vuelta la espalda y proclama su irrealización en un mundo al que poco o nada le  importan las esperanzas que puedan anidar en un poema. Las banderas dejan de flamear -  “el arriarse descomunal de todas las banderas”- y quienes creyeron en ellas  sólo pueden ahogar su bramido. Ahogarlo, digamos, con los frutos ácimos del desengaño,  encarnados en una palabra que ahora toma las formas -por un segundo al menos-  de la imposibilidad y el desaliento, de la inhabilidad y la ancianidad. Quien  se atreva a leer al descampado el Canto  del macho anciano, arrinconando los jirones de énfasis comprometido que  todavía truenan en él, podrá vislumbrar la sombra de una ruina declarada con  turbación, de una impotencia demasiado orgullosa para entregarse del todo; el ethos  de ese texto nos murmura que el cantor, siempre portavoz de la loada “intuición  poética de los pueblos”, transita en realidad entre los laberintos de sus  propios espectros interiores.
          
          El poema, que antes se vestía con los  mantos del intérprete del pueblo y del gran redentor de la Historia, se descubre a  sí mismo en su propia condición monstruosa y recluida; se mira a sí mismo y  reconoce su fracaso, las marcas y cicatrices del tiempo. Toda poesía  experimentará para sí, en mayor o menor grado, la grieta que separa esas dos estancias: la de una fe ciega de la  palabra en sus propias capacidades para salir al mundo, para abrir las ventanas  de su atmósfera privada y trocar “espadas por poemas”, para hacer de su idioma  el “idioma del mundo” y de las multitudes; y la de una perplejidad radical, nacida  de la brutal distancia que divorcia toda tentativa poética de la acción, todo  discurso utópico del itinerario indiferente de los sucesos históricos. Elevación  y caída, euforia y decepción: es el precio que debe pagar la palabra poética en  defensa de una autonomía -acatada o ignorada, manifiesta o encubierta- a la que  ella no puede renunciar.
          
  Hay  quienes se escriben su propia saison en  enfer en el cráneo, y eso es todo. El macho anciano entona la canción del  ocaso, el himno del “gran crepúsculo”: crepúsculo que anuncia el fin de la  poesía y el fin, también, de una vida que apostó por ella todos sus recursos de  espanto. Del hecho de que un Arte Poética se haya reservado tan poco tiempo  para bosquejar la duda, para atisbar el límite de sus capacidades, el cerco que  la confinaba y dictaba la pauta de sus prohibiciones, algunos desprenderán que  sólo la convicción de una quimera tuvo espacio para anidar en ella. Pero esa  duda, en De Rokha, sí encuentra un lugar: mírese la tensión del desgarro y la  asfixia quejumbrosa que corroyó desde siempre a sus escritos; la dialéctica inestable  entre su aspiración social, su idea de gestar una poesía colectiva, y el  encierro amurallado de un yo individual -solitario, siempre solitario- que no  puede salir de sí mismo, que sólo se ensancha y se engaña asumiendo el tono  mesiánico de una voz plural; el presentimiento innato de la muerte y del  sufrimiento, corroborado una y otra vez por la vida, cumplido puntualmente  incluso en aquellos que más amaba. Mírese, para evitar extendernos en  argumentos tediosos, la última nota de esa sinfonía monstruosa: septiembre de  1968, Valladolid 106, Smith & Wesson calibre 44.
        
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          NOTAS
        
          
          
            (1) Benjamin, Walter, Angelus Novas, “Tesis  de  filosofía de la historia”, Edhasa,  1971, p. 80.
             (2) La  expresión es de Barthes. Véase El grado cero de la escritura, Siglo  XXI Editores, 1997, p. 17.
           
          
            (3) La  frase, escrita a propósito de Kart Graus, pertenece a Benjamin. Véase Dirección única, Ediciones Alfaguara,  1987, p. 63.
           
          
            (4) Lihn,  Enrique, El circo en llamas,  “Residencia de Neruda en la palabra poética”, Lom Ediciones, Santiago, 1996, p.  117. 
           
          
            (5)  Díaz  Casanueva, Humberto, “Evocación de Pablo de Rokha”, en Árbol de Letras, n° 9,  agosto de 1968. 
           
          
             (6) “Su libro Los Gemidos constituye uno de los mayores documentos de literatura  patológica aparecidos después de la guerra en los países no afectados por este  fenómeno de un modo directo (…) Quiere vivir íntegramente delante del lector y  hacerle testigo de esas operaciones a las cuales se destinan departamentos  secretos en todas las casas”. Citado por Naín Nómez en: Pablo de Rokha. Nueva antología, Editorial Sinfronteras, Santiago, 1987,  p. 11.