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“UN MITO ENORME, EQUIVOCADO, RUPESTRE”
(Dos notas para llegar a Pablo de Rokha)

Por Rodrigo Bobadilla
Cuarto de Revelado, N°1, Agosto 2008.
http://www.cuartoderevelado.cl/rokha_bobadilla.htm


 

1

El problema de la tradición y del relato que articula una determinada historia literaria; el problema de la vigencia de una obra que obedece, tanto en sus sentidos como en sus prácticas discursivas, a las pautas de un orden creativo del que estamos lejos, proscritos; el problema de la marginalidad de una escritura que, contra el trabajo incansable de su propia subversión, se ha visto forzada a figurar en los escaparates de la publicidad pedagógica y ahogada por el alud de los lugares comunes; el problema de las limitaciones de un verbo que se alinea a un contenido ideológico específico, que hace de la vociferación del verso una ética y una política, de la espesura del poema una utopía de redención social e histórica; el problema de una palabra excesiva, impura, barroca, monstruosa; el problema -auténtico tic de la Modernidad- de un poeta que lo apuesta todo en el intento de asumir, como reza la máxima rimbaudiana, “la verdad en un cuerpo y en un alma”. Umbrales que cualquier lector sensato podrá escoger para entrar -o para salir, aterrado por la morfología de un espanto- del copioso universo poético erigido por Pablo de Rokha.

Un lector da la medida de su autenticidad en la medida en que es capaz de ceñir una obra al margen de los dogmas y las opiniones de uso que circulan en torno ella, verdaderas camisas de fuerza tejidas por un status quo para abolir un horizonte de lecturas posibles en pos de la seguridad de una lectura canónica. La voz de una especie de autocracia letrada -que a menudo se confunde, por desgracia, con la voz de la crítica- se complace en dictar, para cada autor y para cada escritura, un hatajo de convicciones presuntamente irrebatibles, un catálogo venerado de preceptos inscritos en el panteón de creencias de los benefactores de la Academia y la Institución Literaria. Leer consistiría, para ellos, en ubicar el quehacer de un determinado trabajo poético en un orden reconocible de progresos y adelantos, en el programa impuesto por la narración de la “historia de la literatura”; la fisonomía de una escritura, sus errores y sus cegueras, la medida de sus expectativas y el tamaño de sus fracasos, todo se explicaría sencillamente situándola en el panorama que enmarcó su origen, entre tal o cual generación artística, en tal momento de la Historia y entre tales costumbres en el ámbito de la creación.

El mal hábito de dicho historicismo incurre, entre otros, en dos pecados imperdonables: el de la lectura pedagógica y el de la canonización. El primero asegura un detritus de obviedades cómodas, siempre dispuestas a ponerse en boca de quienes pretenden hacer gala de la lectura efectiva de un poeta, que estrechan la amplitud de los sentidos de una obra en el intento de hacerla familiar y aprehensible. Cabría hablar aquí de domesticación: incluso la más subversiva de las arremetidas poéticas, la que más atentó contra el orden de costumbres verbales y convenciones lingüísticas de la lengua, la que con más exaltación se propuso acusar la aberración de una determinada estructura social, es susceptible de ser domada por la tranquilidad de las antologías y de los manuales; el monstruo es presuntamente domeñado, aplacadas sus deformidades, y obligado a figurar en la oficialidad burguesa del Libro.

El segundo es acaso más peligroso: bajo las formas del homenaje y el aplauso, condena a una poesía a posarse en los pedestales del canon y le asigna un rol protagónico en la formación de una determinada tradición literaria, economizando en gran medida su lectura y opacando su fisonomía. La convierte, digamos, en mercancía. Sacralizar una escritura y adherirle el rótulo de ser “una de las más grandes de una época”, ¿no contribuye acaso, en la rutina pedestre de los circuitos letrados que tanto conocemos, a enterrarla y hacerla inofensiva? ¿No hay en ello un simulacro que pretende atenuar -por no decir anular- las complejidades y la espesura de un verbo, familiarizando su extrañeza e incluso reservándole el lugar de una suerte de ídolo vacío, una más de las estampas con las que la cultura buscar llenar sus inventarios y escribir su relato?

Habrá que decidir qué atenta más contra el ejercicio siempre trasgresor de todo genuino lenguaje poético: la ignorancia inexpresada de los que se acercan a él y lo juzgan de acuerdo al cúmulo de reseñas y aclaraciones afianzadas en torno a su figura, como quienes creen poseer la verdad de una palabra de acuerdo a la definición que ofrece un diccionario; o el elogio generalizado y bullicioso, también ignorante la mayoría de las veces, que en cada natalicio o conmemoración se ocupa de encumbrar artificiosamente la superficie de ese lenguaje, su fachada, pero es incapaz de desentrañar el auténtico valor de sus significados, la hondura de sus gesticulaciones, la disidencia de sus formas y la dificultad de sus relaciones íntimas con la Historia.

Son estos, en parte, los peligros que amenazan la lectura de una obra poética como la de Pablo de Rokha, los vicios que la alejan y la aíslan. Leer esa escritura significa, ante todo, fundar nuevas maneras de leerla; escrutar, hasta las últimas circunstancias, la viabilidad de una ruta que la acerque a nosotros, la necesidad de rescatarla del tiempo vacío de las explicaciones y los esquemas cronológicos para concederle, de una buena vez, una actualidad -una vida- que merece y reclama.

Era natural que la trayectoria de una existencia como la suya, marcada como estuvo por las señas del exceso y del misterio (arribó al mundo en 1894, adhirió al más tosco de los marxismos concebibles, escribió demasiado, proclamó la revolución y la emergencia de un arte proletario, fue vanguardista cuando había que serlo, padeció el dolor de la muerte de sus cercanos y se borró a sí mismo de la vida a los setenta y tres años), no tardaría en convertirse en un mito; su propia obra, ciertamente, invita en cada uno de sus sobresaltos y en la grandilocuencia de sus imágenes a la propagación de dicha superstición. Pero cuando la leyenda, alimentada en manos de sus legatarios y de sus detractores, asume el tamaño de un emblema insulso que ensombrece sus propios méritos poéticos, que desvía la atención desde sus creaciones hacia la superficialidad de aquello que les es ajeno, entonces es preciso desmantelarla y reescribirla; restituir, para llegar hasta esa poesía, el “instante de peligro” en el que ella jugó sus cartas, revisando su decurso a contrapelo.

«En cada época -Benjamin- es preciso esforzarse por arrancar la tradición a un conformismo que está a punto de avasallarla»(1). Tómese esta frase al pie de la letra y despréndase de ella un modus operandi, una estrategia lectora: la profundidad de esa maniobra consistiría en la activación de un gesto que se resistiera a descifrar los hitos de la cultura y de la tradición como si fueran mera grafía muerta, objetos instalados en las repisas de lo conocido y lo catalogado, adornos con los que se engalana una memoria común para llenar el hueco de su existencia pretérita. Toda historia, todo relato tiene su propio ángel; es ese ángel el que lo apuesta todo por mirar hacia atrás -como en la fábula propuesta por las Tesis benjaminianas- resistiéndose a las tormentas de un progreso que lo obliga a avanzar y forjando, en esa resistencia, una constelación de momentos de peligro que son conjurados a concurrir hasta el hoy. La labor de semejante ser alado, rescatista y redentor a un mismo tiempo, se vería forzada ante el corpus de nuestro pasado literario a extraer de él, en la forma de unidades compactas -miniaturas, estatuillas- autónomas y orgánicas, a cada autor, a cada obra que ha sido sepultada bajo la hojarasca de esa narración que imputamos. Desalojar, por decirlo de otro modo, los mitos y sus retóricas vacías, y hacer de todo lenguaje perdido una mónada que pueda interpelarnos cara a cara.

¿Cómo sería una mónada, una miniatura que contuviera en sí los rastros de toda -toda- la escritura rokhiana? ¿En qué medida atentaría contra cada uno de los discursos que hoy vindican falazmente la mudez y el silencio, la esterilidad y el pasatismo, la profusión infecunda de lenguajes vacíos y travestidos en las bambalinas de la posmodernidad? ¿Cuánto nos pondría en peligro la contextura deforme de ese cuerpo atiborrado de cicatrices si aprendiéramos en verdad a leerlo? A dicha criatura le basta existir para desestabilizar en una cierta medida gran parte de nuestras prácticas verbales, para subvertir lo que se ha hecho costumbre acatada en nuestras formas de leer y de crear. Su provocación es múltiple: está presente en cada una de las desproporciones a las que una lectura trivial reputa apresuradamente de tremendismo y de cháchara (revísese el escándalo con que Los Gemidos fue recibido por algunos de sus contemporáneos); está presente en el ímpetu con que esa palabra poética se emplaza a sí misma, sin ninguna vergüenza, como la vocera de una ideología política; está presente, sobre todo, en la fabulosa mímica de un verbo inabarcable que pretendió ajustar sus contornos al contorno del mundo, equipararse -osadía prometeica y sancionada de antemano- a la Totalidad.  

En fin: se trata del apremio de lavar a De Rokha de los reduccionismos que lo acosan, de hacerlo saltar de ese continuum programático en el que lo han insertado los manuales didácticos, para traerlo intacto hasta nosotros. Ritual al que debiéramos sentirnos invitados con urgencia. Podrá decirse que hablar hoy de él resulta un ejercicio anacrónico, inoportuno, extravagante. Pasatiempo objetable de algún sedicioso lector que no se limita a obedecer al índice de lecturas que dictan las hermenéuticas de turno, deseosas de imponer en el elenco de obras visibles aquellas que sirvan para la implementación de sus propios simulacros teóricos. La reactivación intempestiva de viejas categorías o palabras caídas en desuso - pecado imperdonable para los guardianes ministeriales de la moda- podrá suscitar el rechazo y la suspicacia de unos cuantos; pero será, al fin y al cabo, la tarea imperiosa que debe emprender quien quiera esbozar el boceto en miniatura -necesario, demasiado necesario- de aquella poesía que fue “como el fracaso total del mundo”.

Acaso la lectura de un poeta signifique, entre otras tantas comuniones, la de rehabilitar tozudamente unas cuantas palabras dichas y creídas por otro. Volver a proferir, limpios de todas las simplezas divulgadas por el canon, el inmenso grito que un hombre hizo circular entre nosotros, recorrer paso a paso “la densidad de un lenguaje solitario”(2); tal sería el afán que esa figura rokhiana que hemos formulado traería consigo, la condición de lectura de ese verbo desmedido que ella tiene inscrito en cada uno de sus miembros. Pero, ¿quién se atreve hoy en día a arriesgar el ejercicio salubre de un guiño semejante? Decir “compromiso”, “utopía”, “épica social y continental”, “palabra profética”, “poesía guerrillera o militante”, “Realismo Social Constructivo”, sin temerle al escándalo previsible de los prestidigitadores de lo nuevo y de lo actual, y sin ahogar las virtudes de toda un Arte Poética bajo el peso de dichas palabras, o simplemente desterrarla al amparo del hiato que nos separa de ellas.

Una legítima epopeya del fuego, en todo caso, está libre del peligro de quemarse en las llamas de cualquier hoguera inquisitoria. Libre, también, de la mediocridad de sus halagadores. El ardor inextinguible es su elemento, su materia, su cifra. Indicar esto podrá servir, tal vez, para que el cadáver del poeta -todavía furibundo- descanse medianamente en paz, pero no para aliviarnos a nosotros. Porque cualquiera que se encuentre con él por los caminos de la vida, cualquiera que caiga en los brazos de De Rokha, sabrá que “ya está juzgado: su propio nombre se vuelve condena en esa boca”(3). Ahí, en ese intervalo de riesgo al que debe conducir cualquier lectura honesta, no servirán de nada las verdades compradas a bajo costo en el bazar del último crítico rokhiano. Será absurdo prodigar nociones como “vanguardia utópica”, “partidismo”, “escritura barroca” o “época heroica”, como si ellas explicaran en algo la furia del fuego. Todo será absurdo, quizá, menos esto: reconocer que el sueño o la vigilia de toda poesía engendran monstruos cuando ella hace su trabajo, y que esos monstruos no sucumben ante ningún bozal, ante ninguna expropiación, ante ninguna condena o decreto de la  Historia.

 

2

¡Ah!, ¡remontar a la vida!
Poner los ojos en nuestras deformidades.

ARTHUR RIMBAUD

Habría que rastrear las marcas que delatan, en ese cuerpo diminuto que contiene a la escritura del poeta, la historia y el decurso de su transgresión; cifrar y descifrar la totalidad de esa grafía apretada que está tallada en su relieve. Conozco, por cierto, la objeción más natural que podría alzarse ante tal cometido: «El pensamiento creador (en De Rokha) está humillado por una materia verbal que, por excesiva, produce debilitamiento. El signo más trágico de su grandeza es el ocultamiento de sus tesoros detrás de convulsiones o períodos verbales oprimentes»(4). Pero el poeta merece, creo, algo más que una simple invitación a espigar en la selva confusa de su lenguaje en busca de gemas compactas, imágenes o giros deslumbrantes, artificios poéticos rigurosamente pulidos y agobiados, sin embargo, en medio de un mar aberrante que los denigra y los mutila; merece que recibamos, en la medida de nuestras precarias posibilidades, la summa de su palabra poética, el “signo total” de sus formas hurañas. Cavar, en otros términos, en la integridad de su gesticulación, redimiendo y valorando la pantomima cabal de sus procedimientos. Una faena que -por supuesto- no podría llevarse a la práctica en la brevedad de estas notas.

Lo que debería esperarse de un ejercicio semejante sería una redefinición, en primer lugar, de la cuestión aparentemente zanjada de lo que implica la política que profesan las creaciones rokhianas. Los modos que asume una palabra poética con el fin de sublevarse ante un orden establecido son, por decirlo menos, diversos. No pueden reducirse, como es lógico, a la visita reiterada de ciertas temáticas o dogmas vinculados a una eventual política práctica, disidente e insurrecta; tampoco al burdo propósito de transformar la construcción de un aparato verbal en una especie de oficina de propaganda, anfiteatro en el que se alza la voz del poeta para persuadir a los oyentes acerca de la virtud de los decretos de algún credo estruendoso.

Contra todo lo que diga el rumor de sus jueces, la auténtica sedición de De Rokha trasciende -y esto, se entiende, va incluso más allá del propio programa estético que el poeta pregonó- esos hábitos. No hablaríamos de él si su mérito fuera solamente el de haber gritado alto en nombre de tal o cual consigna, adhiriendo a la servidumbre del cantor que pone sus piezas a disposición de una bandera, tutora usurera que se sirve cómodamente de la poesía en provecho propio. El elogio desmedido a Stalin o a Lenin, la imprecación a las bestias fascistas de variada especie, el ímpetu exagerado con que injurió a lo burgués y a sus sucedáneos, el llamamiento a la revuelta y a la revolución proletaria: son sólo la expresión conceptual, temáticamente visible, de una subversión que encuentra en el propio lenguaje sus métodos combativos.

«Al adoptar esta conducta, la palabra poética -solidaria y solitaria- encuentra en sí misma, a partir de sus propias operaciones y como su “deber original”, la Ley de su excepcionalidad transgresora»(5) (Lihn). ¿Cuál podría ser, en De Rokha, la forma que asume esa Ley? ¿Qué hay en su verbo que encarne, en el nivel lingüístico, la saña revolucionaria por la que el poeta bogó insobornablemente?

Respondamos: hay una inconcebible, una pasmosa monstruosidad. Basta con abrir cualquier página del poeta para encontrar allí, en la forma cruda y brutal de lo inacabado, un magma de materias demasiado vivas, dispuestas a extenderse interminablemente en el surco del papel, a rebasar todos los márgenes, a proliferar sin paliativos ni atenuantes; quien detenga la mirada en las suturas que la imagen de De Rokha tiene tatuadas sabrá percibir, lleno de espanto, que en verdad son heridas que no aceptan la higiene de ninguna coagulación.

Otros han sabido aclarar la importancia y el valor que reviste, en el orden de la especificidad del lenguaje poético, la terquedad con que una determinada palabra se obstina en resguardar su confusión y su opacidad, en hacerse intratable y esquiva. Ese gestus es el que asegura, para el signo disidente de la poesía, su rechazo de las normas comunes del lenguaje, su posición soslayada con respecto a otros códigos lingüísticos. Una escritura “mal hecha”, impura, renuente de la precisión y de lo contenido, extendida hasta el hartazgo en torno al chirrido de su imaginario, ¿no puede ser vista como un operativo en sí mismo transgresor, atentatorio, revolucionario? ¿Necesariamente debe caer sobre ella el anatema de los que pretenden que todo discurso poético sea límpido, rigurosamente medido en sus ensanchamientos, que toda palabra prescinda de aquellas excrecencias que pueden también -bien usadas- activar un sentido y encumbrar una revuelta? A veces el delirio disidente se llama expansión.

Alone colgó la etiqueta de “poesía patológica” sobre Los Gemidos(6). Lo suyo podría ser leído, descontadas sus intenciones, como una especie de elogio involuntario: lo patológico es una marca positiva, un legítimo recurso en medio de un ámbito -el de la fauna literaria de las primeras décadas del siglo XX y, más en general, el de la identidad orgánica que asume la lengua en cada estanco de la Historia- en el que dominan a sus anchas la sanidad y la pulcritud. En aquel gemido temprano del poeta (1922), rara mixtura de barro y sueño, ya estaban jugadas las cartas del monstruo, expuestas sus taras: las hipérboles, las enumeraciones abusivas, el desmembramiento irresponsable de los adjetivos, la ebullición de temas y registros, la espiral de las repeticiones y de las marcas adverbiales, la retórica depravada de un discurso que exigía la ampliación de un sujeto problemático hasta adoptar la holgura del Cosmos.

El cáncer se ramifica y progresa, allana nuevas formas: el romanticismo arrebatado de Cosmogonía; la fragmentación incoherente de U, risueña y futurista, que culmina (“Soy el hombre casado”) con esa prodigiosa elevación de la intimidad hogareña a la altivez del orden sideral; el agresivo flujo verbal, sin trabas ni reservas, de Suramérica; la escritura, también impetuosa, de Escritura de Raimundo Contreras, y su afán por fijar una imagen épica y heroica de lo popular; la ensayística aberrante de Arenga sobre el arte o de Heroísmo sin alegría; el largo etcétera que incluye a todos los volúmenes -auténticos muñones- del poeta, instancias propicias, cada una a su manera, para que la inagotable profusión de esa palabra poética cobrara un cuerpo.

En la primera línea de Ecuación leemos: “Al canto, como al candado, es menester echarle llave”. Ese eco nos sorprende -nos provoca- en medio de un magma lingüístico que pugna, en su ritualidad, por abrir todos los cerrojos, por derrumbar todas las puertas que distancian al poema de la vida y sellar, entre ambos, una indisoluble identidad. Querer trazar el perfil de un lenguaje que sea capaz de decir la Totalidad, de instigar a lo real en cada una de sus dimensiones, y tener, frente al mundo, la temeridad de decirlo todo y acapararlo todo, terminará por engendrar un verbo que no puede disimular su fracaso y su abyección. Los monstruos son registrados en los compendios teratológicos como cosas temidas, caretas del miedo, mutaciones proscritas y relegadas a la marginalidad; De Rokha figuraría allí por incurrir en el delito de volver orgánicas las relaciones entre signo y mundo, por pretender hacer del lenguaje algo consustancial a la realidad, por olvidar que una de las leyes del canto es que “nunca se parezca a nada, ni a un hombre, ni a un alma, ni a un canto”(7).

Pero, incluso en su frustración, el grosor de ese intento y la deformidad que él irradia siguen blandiendo un sentido incalculable. Esa vicerrealidad hecha de palabras que la obsesión rokhiana asentó como moldura del mundo no podía sino entrar a competir con él, en un duelo en el que el verbo, si bien tiene todo que perder, puede -y debe- ganar la materialidad de su hazaña y la evidencia somática de su acometimiento. Sólo una miopía flagrante puede descartar el vigor que conservan - hoy, para nosotros- los dividendos de esa discordia; el monstruo aterroriza no sólo por su excepcionalidad sino también porque lleva, incrustado en ella, enquistado en cada recodo de sus versos, algo que aún es nuestro.

Versos a los que la Historia, por cierto, dejó hablando solos, gritando solos. A la incontestable soledad que circunda a toda palabra poética, habitante de un mundo que se sabe apartado de lo real por esa condición de irrealidad que constituye, al fin y al cabo, su más entrañable patrimonio, se le suma a la de De Rokha el desgarro de verificar la inviabilidad del sentido que sus textos ponen en juego. Una imagen para armar y desarmar: la de un poeta fantasmal y soberbio que recorre ciudades y golpea umbrales para divulgar, él mismo, sus escritos; la de un lenguaje que -era obvio- no podía ser escuchado ni siquiera por los oídos del “pueblo” al que tanto aclamaba, por las masas a las que idealizaba y de las que se hacía vocero.

La utopía -valdría recodar el “sin lugar” que reseña la etimología de este vocablo- a la que ellos se abalanzaron con la dignidad de una fe incorruptible, con el impudor de una devoción, les da vuelta la espalda y proclama su irrealización en un mundo al que poco o nada le importan las esperanzas que puedan anidar en un poema. Las banderas dejan de flamear - “el arriarse descomunal de todas las banderas”- y quienes creyeron en ellas sólo pueden ahogar su bramido. Ahogarlo, digamos, con los frutos ácimos del desengaño, encarnados en una palabra que ahora toma las formas -por un segundo al menos- de la imposibilidad y el desaliento, de la inhabilidad y la ancianidad. Quien se atreva a leer al descampado el Canto del macho anciano, arrinconando los jirones de énfasis comprometido que todavía truenan en él, podrá vislumbrar la sombra de una ruina declarada con turbación, de una impotencia demasiado orgullosa para entregarse del todo; el ethos de ese texto nos murmura que el cantor, siempre portavoz de la loada “intuición poética de los pueblos”, transita en realidad entre los laberintos de sus propios espectros interiores.

El poema, que antes se vestía con los mantos del intérprete del pueblo y del gran redentor de la Historia, se descubre a sí mismo en su propia condición monstruosa y recluida; se mira a sí mismo y reconoce su fracaso, las marcas y cicatrices del tiempo. Toda poesía experimentará para sí, en mayor o menor grado, la grieta que separa esas dos estancias: la de una fe ciega de la palabra en sus propias capacidades para salir al mundo, para abrir las ventanas de su atmósfera privada y trocar “espadas por poemas”, para hacer de su idioma el “idioma del mundo” y de las multitudes; y la de una perplejidad radical, nacida de la brutal distancia que divorcia toda tentativa poética de la acción, todo discurso utópico del itinerario indiferente de los sucesos históricos. Elevación y caída, euforia y decepción: es el precio que debe pagar la palabra poética en defensa de una autonomía -acatada o ignorada, manifiesta o encubierta- a la que ella no puede renunciar.

Hay quienes se escriben su propia saison en enfer en el cráneo, y eso es todo. El macho anciano entona la canción del ocaso, el himno del “gran crepúsculo”: crepúsculo que anuncia el fin de la poesía y el fin, también, de una vida que apostó por ella todos sus recursos de espanto. Del hecho de que un Arte Poética se haya reservado tan poco tiempo para bosquejar la duda, para atisbar el límite de sus capacidades, el cerco que la confinaba y dictaba la pauta de sus prohibiciones, algunos desprenderán que sólo la convicción de una quimera tuvo espacio para anidar en ella. Pero esa duda, en De Rokha, sí encuentra un lugar: mírese la tensión del desgarro y la asfixia quejumbrosa que corroyó desde siempre a sus escritos; la dialéctica inestable entre su aspiración social, su idea de gestar una poesía colectiva, y el encierro amurallado de un yo individual -solitario, siempre solitario- que no puede salir de sí mismo, que sólo se ensancha y se engaña asumiendo el tono mesiánico de una voz plural; el presentimiento innato de la muerte y del sufrimiento, corroborado una y otra vez por la vida, cumplido puntualmente incluso en aquellos que más amaba. Mírese, para evitar extendernos en argumentos tediosos, la última nota de esa sinfonía monstruosa: septiembre de 1968, Valladolid 106, Smith & Wesson calibre 44.


* * * 

 

 

NOTAS


(1) Benjamin, Walter, Angelus Novas, “Tesis de  filosofía de la historia”, Edhasa, 1971, p. 80.

(2) La expresión es de Barthes. Véase El grado cero de la escritura, Siglo XXI Editores, 1997, p. 17.

(3) La frase, escrita a propósito de Kart Graus, pertenece a Benjamin. Véase Dirección única, Ediciones Alfaguara, 1987, p. 63.

(4) Lihn, Enrique, El circo en llamas, “Residencia de Neruda en la palabra poética”, Lom Ediciones, Santiago, 1996, p. 117.

(5) Díaz Casanueva, Humberto, “Evocación de Pablo de Rokha”, en Árbol de Letras, n° 9, agosto de 1968.

(6) “Su libro Los Gemidos constituye uno de los mayores documentos de literatura patológica aparecidos después de la guerra en los países no afectados por este fenómeno de un modo directo (…) Quiere vivir íntegramente delante del lector y hacerle testigo de esas operaciones a las cuales se destinan departamentos secretos en todas las casas”. Citado por Naín Nómez en: Pablo de Rokha. Nueva antología, Editorial Sinfronteras, Santiago, 1987, p. 11.

(7)Ibid., p. 56.


 


 

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Cuarto de Revelado, N°1, Agosto 2008.