Asumiendo la voz de torturadores y homicidas,
en una estrategia coral de crudeza extrema, el poeta chileno rompe
un silencio de trece años con la publicación de "Libro
de guardia", obra tanto o más implacable que su primer
título, "Arte marcial", convertido ya en un texto
de culto.
Composición de lugar: un despacho en el último
piso de un edificio situado en Providencia. La habitación,
ni grande ni pequeña, emerge de la semipenumbra, atestada de
libros. Flannery 0'Connor, Baudelaire, Hoffmann, Turgueniev, Gabriela
Mistral, John
Cheever, Willa Cather se mezclan con códigos de derecho, repletando
las estanterías, apilados sobre el piso, encima de su escritorio.
Sentado tras él, está el poeta junto a un crucifijo
y varias fotos enmarcadas: su hija pequeña, María Trinidad,
Jaime Guzmán Errázuriz y un militar asesinado por un
francotirador el 11 de septiembre de 1973. También hay un gran
cuadro japonés o chino y un ventanal con vista nocturna al
World Trade Center que invita a recordar las escenografías
de «Blade Runner» o «Metrópolis», de
Fritz Lang.
Bruno Vidal (Santiago, 1957) es su nombre de batalla, es decir,
de poeta. No el que usa como profesor particular de leyes (estudió
Derecho en la Universidad de Chile) ni como alumno vespertino de psicología.
En el registro civil fue inscrito como José Maximiliano Díaz
González. Sus iniciales, J. M.D.G., casi reproducen la divisa
de la Compañía de Jesús: Ad Majorem Dei Gloriam
(A.M.D.G.), detalle que no se le escapa en los agradecimientos finales
de su flamante Libro de guardia (Ediciones Alone), donde se
imbrican el lenguaje militar y la imaginería católica.
El «libro de guardia» es el que está a la entrada
de las comisarías, los regimientos, los cuarteles de bomberos.
Corresponde a la «bitácora» que se usa en la navegación.
Vidal la asocia a las prefecturas y generalatos con una doble connotación
religiosa y policíaca de "vigilia" y "vigilancia".
No es el único caso ni el más cotidiano que deja registro
pormenorizado de la disciplina autoritaria y litúrgica: hay
un altar en cada iglesia, así como hay un altar de la patria.
Ambos exigen sacrificios. O recuerdan alguno. Son lugares de culto,
escenario de ritos y peregrinación votiva.
En su despacho, el pequeño altar de este poeta-abogado tiene
forma de memorial fotográfico:
—A Jaime (Guzmán) le tengo un cariño enorme, fue uno
de los profesores de Derecho Constitucional más contundentes,
en la teoría y en la práctica, además de político
de marca mayor y un chileno de primera. No fui su alumno, pero me
considero uno de sus pupilos más aventajados, aunque yo me
incliné más por el Derecho Civil y su enseñanza
privada, en el estilo de los pasantes medievales. La foto del suboficial
muerto el once de septiembre me llega hondamente. Lo imagino combatiendo
en Morandé con Moneda, me lo figuro sacrificándose por
la patria y eso me da motivo para pensar en la hombría del
miliciano castrense y en el misticismo del pronunciamiento militar.
Con su primer libro, Arte
marcial (Ediciones Carlos Porter, 1991), Vidal remeció
la escena literaria de los noventa, moderada por los aires de reconciliación
y la nueva narrativa. "UN POETA MALDITO/ NO SE CORTA LAS VENAS/
SE BAÑA CON LA SANGRE/ DE LOS CAÍDOS", desafiaba
uno de sus textos más provocadores.
El libro ganó un certamen convocado por la editorial Sinfronteras
en 1987. En el jurado: Jaime Quezada, Gonzalo Millán y Enrique
Lihn, a quien Vidal le dedicó el libro cuando lo publicó.
En su momento, Arte marcial fue leído por su audacia
en recoger una lectura excéntrica de los fenómenos represivos
de la dictadura, habitualmente abordados por una literatura militante,
sin mayor fuelle, o por un arte conceptual que él considera
contestatario y espurio:
—Yo tomaba esos materiales deslucidos y los remodelaba a rienda suelta,
solidarizando con la práctica de «vigilar y castigar».
La dictadura daba tupido y parejo en el cuerpo social. Arte marcial
se hacía eco de esta marcha forzada. La estrategia básica
era mimetizarse y zafar el dolor con maquinaria pesada. El poeta asaltaba
el comando de telecomunicaciones y proponía un acto de locución
alucinado con el dialecto de la milicia. En tal acontecimiento espectacular
declamaba: ¡Rompan filas! Y esto en un doble y hasta quíntuplo
sentido: nos íbamos de franco con la frente en alto o seguíamos
cuadrándonos con una manga de iletrados. Mal que mal estábamos
haciendo el servicio militar en la guarnición del gran Santiago.
Vidal se adjudicó en 2001 el Premio de poesía inédita
del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, con una obra titulada
«Aka 47», como el fusil de asalto soviético diseñado
por Kalashnikov. Esta vez los jurados fueron Diego Maquieira, Gonzalo
Rojas y, nuevamente, Gonzalo Millán. Modificado, el texto ganador
sirvió de base para Libro de guardia, una autoedición
de 500 ejemplares prolijamente supervisada por el autor. De tapas
rojas, como las de su primer obra, pero con diferencias cruciales:
—En
Libro de guardia me enfrento a los materiales con más
conciencia de mi propio quehacer poético y por lo mismo establezco
un mayor distanciamiento. Para decirlo en forma siútica, incorporo
un metalenguaje, no hay solamente una cosa espontánea. Porque
yo le atribuyo mucho espontaneísmo a Arte marcial, y
por eso que me llama poderosamente la atención que haya suscitado
tanto interés. Para mí fue una buena manera de ejercitarme
en la escritura, pero ya en Libro de guardia hay una profesión
de fe absoluta: la poesía es un arma de servicio.
Con más soltura de cuerpo, ahora pone el acento en lo que llama
"acuartelamiento en primer grado": la represión inmediatamente
posterior al 11 de septiembre. En el libro escenifica interrogatorios
feroces, seguimientos a opositores, conversaciones entre agentes de
inteligencia y monólogos interiores de conscriptos reclutados
en ese período:
—Me importa la obra profunda de la dictatura. Mi poesía simpatiza
con las voces de mando y las jinetas. Se imponía la gratitud
a los culatazos dados con rigurosa impiedad. Las víctimas no
estaban en condiciones anímicas de narrarnos lo realmente acaecido
en los flagelos de las sesiones de tortura. A mí me concernía
la sevicia atroz en la piel de los perseguidores. Mi poesía
se propone la misión cumplida.
—En su libro se describen actos de tortura chocantes. ¿Es
posible mantener un distanciamiento? ¿No se puede leer incluso
como una exaltación?
—Hay un cierto sentido de verdad en eso. Yo exalto la tortura, pero
no porque quiera torturar, sino para dejar en claro lo que significa.
Voy directo a la crudeza: esto ocurrió; así es una sesión
de tortura, pero al mismo tiempo busco el sentido litúrgico,
ideológico y emotivo que hay detrás. No es un tema que
podamos soslayar los que hemos estado cercanos a él. Yo tenía
16 años el 73, cuando muchos creíamos que era posible
luchar por ideales revolucionarios que más tarde serían
totalmente destruidos. Lo más decente que uno podía
hacer como sobreviviente era buscarles sentido a esos acontecimientos
de costo social impresionante.
Sin embargo, dando un nuevo golpe a la cátedra, el poeta ha
declarado en estos días que considera al general Contreras
su "guía espiritual":
—La trascendencia temporal del oficial Contreras es innegable. A quién
no le pone los pelos de punta el temple de acero del coronel. A mí
se me llenan los ojos de lágrimas. Sus trabajos no fueron sucios,
sus guerras no fueron sucias, fueron manifestaciones de la pureza
al máximo de sus posibilidades; para algunos es difícil
de entender. Muy lamentable. Son los mismos que no entienden la crítica
social que hay en «El Corralero», de Sergio Sauvalle,
interpretado por los Huasos Quincheros. Todas estas cosas me recuerdan
día a día lo extraordinariamente delicado de la historia
del 73 y años posteriores. Estuvimos a punto de caer en el
caos y el precipicio. Lo único triste fue la desaparición
forzosa del movimiento social. Me causa extrañeza que nadie
quiera resucitarlo de entre los muertos...
El camino recorrido por Vidal no ha sido fácil. Su obra, además
de reconocimientos literarios, ha cosechado reacciones airadas. Incluso
acusaciones. A quienes lo llaman "poeta fascista" les responde
literariamente:
"Deja que los perros ladren. Yo recibo órdenes superiores"
(mira al cielo).
—¿Se siente malinterpretado o agredido?
—Tengo claras muchas cosas. No soy un desalmado, tampoco un demente.
Ahí está la foto de mi hija, debo trabajar como todo
el mundo para parar la olla y no estoy en el Open Door. Ahora, como
poeta sí, estoy loco, fuera de todo canon, porque precisamente
las cosas con las que yo trabajo son de esa índole: totalmente
infrahumanas, desquiciantes. Por desgracia, a una persona analfabeta
no le puedo ordenar que lea a Husserl para que entienda lo que quiero
decir. No es problema mío. Por lo demás, es un buen
síntoma, porque esto siempre ha ocurrido con las obras valederas.
En toda situación fundacional ha existido una incomprensión
tremenda, el auditorio no está al día en la lucidez.
Yo quiero ser el poeta de los victimarios.
—Para asumir la voz de ellos, ¿debe ausentarse el yo del
poeta?
—Yo diría que sí. Tiene que abolirse. En el tratamiento
lírico de mis temas el yo se despedaza, se debilita, se trastorna,
se encomienda, se jode; en una palabra, queda "en lengua".
Mallarmé hablaba de abolir el azar, lo cual es francamente
imposible, pero el poeta tiene un yo absolutamente aniquilado, fuera
de quicio.
—Como el de los torturados que aparecen en sus libros.
—Claro. Y es lo que pasa también con el yo colectivo en el
cuerpo social. Es tan devastador el efecto de la contrarrevolución,
que las personas, por mecanismos de defensa e identificación
con el agresor, empiezan a tomar una lengua que en una posición
original no les correspondía. Eso sucedió en términos
suprahistóricos en Chile y es algo que me sobrecoge. No hablo
solamente en el sentido colaboracionista del que se pasó al
otro bando. Imaginemos eso mismo, pero trasladado a cantidades industriales,
macrosociales, donde hay ejemplos patéticos, francamente groseros.
El autor de Libro de guardia maneja en sus textos un discurso
escindido, lleno de contradicciones, antinomias y paradojas abiertas
a dobles lecturas. Coherente con estos rasgos es el concepto que tiene
del hablante lírico:
—El poeta es un ser lúdico, estrafalario, excéntrico,
que habla raro, un outsider, como le llaman ahora. La tensión
lírica, la ambivalencia, la androginia y la di-versión
juegan un rol estelar en su trabajo. El lenguaje es una cosa absolutamente
híbrida, yuxtapuesta, llena de dialectos, sonsonetes. Para
mí, como poeta coral, recoger toda esta informalidad, estas
gramáticas, es súper entretenido en el sentido de creatividad,
pero también supone una responsabilidad enorme darle un sentido
ético. Algo angustioso, porque en el lenguaje hay una gigantesca
fábula autoritaria que Barthes advirtió muy bien: la
lengua no es reaccionaria ni progresista; es simplemente fascista:
obliga a decir.
Entre los poetas que se han mencionado para establecer la genealogía
o filiación literaria de Bruno Vidal, el nombre que más
se repite es el de Diego Maquieira. En La
Tirana (1983) hay un sujeto poético travestido (habla
una voz de mujer), conviven giros coloquiales junto con alusiones
cultas, referencias callejeras, expresiones del lenguaje militar,
armas y elementos religiosos que aparecen de nuevo en Los
Sea Harrier (1993). Pero Vidal no se cuadra, ni mucho menos,
frente a la obra de Maquieira:
—En ningún caso hay una angustia de la influencia. Creo que
es una coincidencia o un correlato par de la creación literaria.
Tengo claro que algunas críticas acerca de mi obra hacen esa
relación, pero si se efectuase un cotejo de letras, la pericia
diría que Diego Maquieira es un estilista del glamour cinefilo
y yo un cuadro del partido bolchevique que busca redención
en la toma de conciencia.
—¿Está hablando de una poesía militante?
— Sí, mi gran vocación literaria es construir una militancia
que se desborde en términos de desconstrucción, de ironía.
Quiero meterme en las patas del caballo de la militancia, ¿para
salir indemne? Me consta que eso es prácticamente imposible.
Asumo el riesgo. Yo soy un poeta social por excelencia, a despecho
de una serie de holgazanes que se amparan en el desposeído
para justificarse con bravatas. A mis libros los define una preocupación
sostenida por la polis, son el testimonio fiel de una militancia en
el arte y en la vida.
—Templos, imágenes sagradas, invocaciones... ¿De
dónde proviene la vertiente religiosa de su obra, tan enfatizada
en su reciente libro?
—No hay poeta en Chile que no haya aludido a lo religioso. Para empezar,
la Mistral, pero sobre todo Anguita es el que me da el pie con su
poema «Única
razón de la Pasión de N.S.J.C.». Si
hay una influencia en mí que nadie ha advertido está
en ese poema que vincula al Cristo redentor con una serie de sujetos
populares. No podemos evitar la hegemonía de la cultura católica.
La patrona del Ejército de Chile es la Virgen del Carmen: del
atentado a Pinochet se llega a decir que las balas dibujaron una virgen
en la ventanilla del auto. Yo postulo una relación edípica
en esta devoción mariana: la evidencia cierta de nuestro matriarcado
es la Virgen del Carmen. Ella es la madre de Dios, de Chile, del Hijo
enviado al sacrificio. Todo hombre sacrificado en este mundo es hijo.
Por último, de puta, pero es hijo. Cuántas víctimas
no dijeron "papito" o "padre" cuando las estaban
matando.
—Parafraseando la afirmación de Adorno acerca de que no
se puede escribir poesía después de Auschwitz, ¿cómo
seguir haciendo poesía luego de tanta desaparición y
tortura?
—Porque siento que las voces de las víctimas me lo piden. Te
lo digo de verdad, sin ironías. Yo soy muy poco dado a publicar,
pero finalmente son ellas las que me dicen: "Bruno, que hablen
los victimarios, porque al hacerlo vamos a estar hablando nosotros".