LA OTRA RAMA
Por Enrique Aravena Ramirez
UNO
Había estado bastante solo, sumido en su nostalgia, perdido
en un éxtasis amargo que dibujó pena en su rostro adolescente,
no pudo olvidar la imagen de su madre, con su cuerpo ultrajado por
la vida del fregadero y el rostro alargado como el suyo, rebozado
de tristeza y humildad. No recuerda nunca haberla observado demostrar
flaqueza, siempre levantándose con el alba y acostándose
muy tarde, después de terminar el planchado, día a día
pegada al lavado de la ropa ajena y junto a ella, no
más que unos trozos de ladrillos sobrantes de escombros de
demolición, colocados bajo el lavadero. La imagina así,
porque siempre, la vio en el mismo lugar del lavadero, sobre los trozos
de ladrillos y bajo la mediagua de calaminas. Es lo único que
conoce de ella y de él, porque su madre nunca le ha contado
siquiera quién es ella misma, nunca se ha acordado de algún
pariente cercano, ni de donde viene, mucho menos de parientes, de
su padre, que tampoco conoce. Le habría gustado tener una vida
de familia, como los otros niños de la escuela, con madre y
padre, pero lo que tiene hoy, es lo que ha tenido siempre y no es
por ahora lo que más le preocupa.
Hoy llegaron más cuidadores nuevos de autos, hay cinco en
su cuadra, por lo que decidió salir a recorrer, en busca de
otro lugar con mejores posibilidades, pero el cansancio que le produjo
el esfuerzo para respirar el pesado aire del centro, lo llevó
a sentarse bajo la sombra de uno de los árboles del Parque
Forestal, donde por mucho rato estuvo pensando que le gustaría
encontrar un trabajo fijo para ayudar a su vieja, y que ella se olvidara
de los pagos de escuela, arriendo, luz, agua, zapatos, camisas o pantalones
para su Alfonsito. Sabe que la más grande y única preocupación
de su madre no es otra que él, a quien le obsequia cada día
momentos de felicidad y esfuerzo. Siente que debe ayudarla, hace mucho
tiempo que se sintió obligado a hacerlo; por eso, sin la autorización
de su madre salió a cuidar autos, y sueña con un trabajo
estable, pero, ¿Dónde? ¿En la industria?. Será
difícil, porque ha escuchado que todas están con reducción
de personal. Por lo de la crisis, dicen. ¿En la construcción?
También lo sabe difícil, la mayoría de los habitantes
de las barracas de Huechuraba, trabajan en eso y últimamente
los ha visto dejar la espátula y los platachos para vagar en
busca de otras alternativas.
-¿Hace calor amigo? Le consultó una voz a sus espaldas.
- Na'ita. Contestó Alfonso, sin mirar a quien le consultaba,
como si supiera que debía haber alguien detrás. En efecto,
minutos antes, sumido en sus pensamientos, había virado su
cabeza, inconsciente, recorriendo con su vista el entorno. - A mí
me gusta venir aquí, dijo el hombre, como buscando conversación.
Alfonso, perdido en su existencia, no responde.
- Es lo más cerca de la naturaleza que encuentro, perdido
en esta selva de cemento.
- ¿Cómo? Pregunta Alfonso, quien no escucha claro,
no sabe si por la debilidad de la voz del hombre o por el ruido ensordecedor
del transitar de vehículos.
- Digo que me gusta el lugar. Aunque me queda lejos de donde como
y a veces duermo, siempre vengo a darme unas vueltecitas, para disfrutar
de los árboles y sus sombras. Un invierno,- continuó
el hombre,- se me hizo tarde para regresar y me quedé a dormir
aquí, me acurruqué en uno de estos bancos y me cubrí
con unos cartones para protegerme del sereno. Con la brisa de la noche,
escuché el roce de las hojas y me pareció que los árboles
conversaban entre ellos y se contaban los secretos que habían
visto en el día. El joven que parecía no hacer caso
a lo que el hombre hablaba, abrió de pronto sus ojos claros
y le miró auscultando sus ropas envejecidas, dueño de
pelo nevado, de arrugas en la frente y patas de gallo naciéndole
del rabillo de los ojos, acusándole haber pasado ya el medio
siglo vivido. Los ojos negros, parecían esconderse en el fondo
de las cavidades violáceas y ojerosas, advirtiendo en su faz
lívida, de color macerado, una auténtica mascarilla
de cadáver. Alfonso, pareció no hacer caso a lo que
el hombre le decía y sin decir nada, miró en dirección
de la Fuente Alemana.
-¿No me cree, amigo?.. Haga la prueba... Busque unos cartones
y quédese a dormir por aquí una noche.
El joven calló y volvió a llenar la mente con sus propias
preocupaciones. Después de un rato, observó que el hombre
continuaba detrás suyo, como esperando respuesta a su consejo.
Sólo acusaba su presencia, un intermitente carraspeo que lo
hacía terminar tosiendo. Pensó que sería bueno
escuchar al viejo, además, siempre le ha gustado escuchar a
los mayores. Quizás porqué, sabiéndose joven,
se sintió siempre el hombre de la casa y buscaba escucharles
para conocer los problemas que le ayudaban a enfrentar la vida de
un hogar y así, razonar como un hombre maduro o tal vez, porque
en ellos veía al padre que no tuvo y que más de una
vez, aunque fuese en un sueño le habría gustado tener.
Transcurrieron dos o tres horas, conversaron, como si fueran viejos
amigos, cambiaron varias veces de posición buscando nuevas
sombras. Eran casi las tres de la tarde, cuando el joven sintió
hambre. Miró a varios lados y parándose le dijo al viejo.
- Espéreme aquí no más Tatita, ya vuelvo.
Regresó con un completo a medio comer en una mano y en la
otra un bolso de papel con varias servilletas publicitando a un autoservicio
y ofreciéndoselo al viejo le dice:
- Sírvase Tata, con esta colación conversamos otro
rato, a ver si me cuenta alguna güeña...
DOS
El rostro pálido del hombre, parece estar agradecido de haber
encontrado alguien con quien conversar y compartir algunas palabras,
lo demuestra dejando sobre su boca de labios incoloros, flotar una
sonrisa que descubre un par de encías vacías.
- Yo, no sé contar historias, dijo el hombre. Soy muy desordenado.
No sé darles forma, no sé cómo empezar y a veces
ni terminar.
- Pero más de alguna se tiene guardada.
- ¿Usted es de Santiago, o es allegado a la capital?
- Yo, dijo. No recuerdo nunca haber salido de Santiago.
- Para el sur amigo, hay tierras maravillosas. En esa zona de Talca
al interior, hay trigales que se tienden como alfombras verdes en
la pizarra del paisaje, mientras los álamos altos y sensibles,
separan los caminos con alegre bondad. A diferencia de este ruido
infernal de las ciudades, allí el silencio delgado dibuja los
contornos con alas de misterio.
-¿Debe ser tranquilo, vivir en provincia, Tata?
- Por esos lados hay unas casas, que son los últimos vestigios
de un gran fundo o, lo que fuera antes que en este país se
hiciera la Reforma Agraria, que quedaron como reserva, en manos del
patrón. Caminar por allí, a la hora de la siesta, se
percibe la paz y, el silencio es tan grande, que se escucha el murmullo
de los boldos conversando con las matas de litre. Las zarzamoras,
parecen polluelas echadas al costado de los caminos. Desde lejos se
pueden ver renegrear en el paisaje unos eucaliptos que como esbeltos
vigilantes, rodean las viejas casas patronales, dan sombra a los corrales,
y con su frescura conservan la humedad de unos floridos rosales y
frondosas enredaderas que sirven de cercado, dividiendo el patio de
la casona con el de la capilla, a la que todos llaman Iglesia, donde
cada año se realiza una misión con peregrinos devotos
venidos de otros sectores, para orar a Dios y pagar sus mandas por
favores cumplidos al Santo Mártir. El templo, mal cuidado y
con sus maderas sin pintar, cualquiera podría pensar en un
establo, a no ser por el gran cajón de dos metros que sobrepasa
unos cinco, sobre el techo, desde la parte del frontis, terminando
en forma de pirámide de cuyo punto superior se alza una pequeña
cruz, riñendo en altura con la copa de los árboles,
como queriendo ganarle a éstos, el cielo. Con motivo de la
preparación de la fiesta religiosa, que culmina, también,
el día de San Sebastián, paseando la esfinge del Santo
por los caminos aledaños, llegó algún tiempo
antes, un hombre enviado clerical, que se instaló en la pieza
habitación, que para tal efecto, existía en la parte
trasera del templo. El hombre que en esa época debe haber tenido
unos cuarenta años y no siendo muy apuesto, pero para las muchachas
lugareñas lo parecía, debido a que su vestimenta, simulaba
la mala calidad, con un buen planchado y permaneciendo siempre con
su cuerpo dinámico y erecto. Poseedor de un buen recurso verbal
y poder de convencimiento, lo hacía sobresalir, marcando claramente
una diferencia con los lugareños o que a su vez influía
notablemente en la opinión de las jovencitas que asistían
diariamente al catecismo y, otras a la oración del atardecer,
incluyéndose entre ellas, la hija del patrón, quien
hacía de líder en la preparación de niños.
Día por medio el hombre acudía a la casa patronal, invitado
por su dueño a cenar con la familia, donde conversaban de religión,
política o moral, hasta altas horas. Los lazos de amistad entre
el hombre y la familia hacendada, crecieron a tal punto que el patrón,
se atrevió una noche a confidenciarle algunas cosas.
- En las misiones de los años anteriores, he pillado a varios
de mis trabajadores y a otros cercanos con costumbres mañosas.
Una vez encontré a unos que me habían robado unas ovejas,
también pillé a uno que se metió a los gallineros
y otros que me hicieron la muela en un maizal.
-¿Y cómo fue eso? Le preguntó el hombre.
- Bueno... más bien, con esto de la misión, la gente
tiende a liberarse de algunos actos que estiman reñidos con
la fe y, como toman confianza con el hombre de la iglesia, muchos
acuden a contarle algunas cositas y en años cuando estimaron
que podía interesarme, conversando y conversando, me pasaban
el dato.
-¿Y los hombres, no tenían moral para respetar la confianza
que depositaban en ellos?
- Pero, eso es pa' los curas, que tienen que respetar el secreto
de confesión, pero no pa' un simple sacristán, que es
mortal como cualquier otro. El hombre no quiso contestar, prefirió
callarse y simulando tener sueño, con un bostezo artificial,
cambió la conversación y dijo: - Se está haciendo
un poco tardón y mañana me espera un trabajo bien arduo,
así es que parece que habrá que ir a acostarse. Tardón
es ya pues, dijo el futre.
El hombre no sabía que decir. Tenía claro que ante
una insinuación de este tipo, debería oponerse sin pensarlo,
pero el grado de compromiso que inteligentemente lo había hecho
adquirir el hacendado, proporcionándole comida y todo tipo
de facilidades para cumplir en buena forma su cometido, lo dejaba
en una posición incómoda y para salir del paso se despidió
caballerosamente de la familia anfitriona diciendo:
Otro día, más temprano, continuamos nuestra conversa
y, veremos las noticias nuevas. Pretendiendo con esa ambigüedad
de "Noticias nuevas", sin especificar cuales, dejar conforme
al patrón, sin aceptar lo que directamente estaba proponiéndole.
No pasaron muchos días de la inmoral propuesta, cuando, por
boca de los propios feligreses, el hombre se enteró que en
años anteriores había quienes tuvieron que enfrentar
severos castigos por apropiarse en forma indebida de algunos enseres,
para satisfacer algunas necesidades. Una mujer le contó de
un afuerino que hace cuatro años, tomó una gallina al
pasar por las casas del fundo, sin saber que ésta era de propiedad
del patrón y con la sola intención de satisfacer su
apetito, la mandó a preparar en una de las casas, con la mujer
de un mediero. El afuerino fue colgado de un peral y azotado por el
administrador, con un cordel de cuatro corriones, - dijo la informante
- el trabajador fue despedido y tuvo que irse con su mujer. Tratando
de ignorar las conversaciones con el patrón, el hombre de la
iglesia, pareció olvidársele la buena mesa y las charlas
con la familia hacendada.
Pasado varios días, una tarde cuando el crepúsculo
deja venir suavemente la noche a posarse sobre los cerros dormidos,
olientes a boldo y carbón, llegó a la pieza habitación
de la capilla, la hija del patrón.
-¿Se puede? Consultó la muchacha desde la puerta.
- Pasa no más. ¿Qué se te olvidó?
La niña se había marchado poco rato antes, al igual
que todos los días, estuvo en la capilla junto a él,
casi toda la tarde.
- Nada. Afirma ella. - Me mandó mi padre a invitarlo a cenar.
El hombre no dijo nada y por un instante el silencio se adueñó
del cuartucho. Pensó un rato y le respondió.
- De mucho gusto iría, pero tengo que preparar material para
las clases de mañana. Agradecerle de mi parte y cuando nos
encontremos, le daré personalmente mis excusas.
- Yo. - Dice la muchacha, haciendo una pausa, todavía parada
frente a él, en medio de la pieza. - Comprendo su posición.
Sé que rehuye a mi padre, porque sabe de su propósito
para sacar ganancias de usted, pero si fuera yo, le enfrentaría
y le diría cuál fresco es.
El hombre entró en confianza con la muchacha y le explicó
su formación, sus respetos por los valores morales y por la
confianza de los hombres.
- Lo entiendo... Yo sabré darle a mi padre una buena explicación.
Parándose de la silla de madera, donde se había sentado
para escucharlo.
-¡Ojalá!... Que pases buena noche. Le dijo, mientras
ella, ágil como una langosta, saltó sobre él,
aferrando la cabeza entre sus manos y juntó los labios con
los suyos en un ósculo que no duró más tiempo,
que la luz de un relámpago en una noche de tormenta, cegándole
por un instante, mientras un hielo nacía de sus labios para
recorrerle la espalda, brazos y piernas, hasta llegar a la punta de
los dedos y regresar convertido en fuego hasta su pecho, encender
una llama para alumbrar su espíritu y despertarlo a su condición
de hombre. Cuando sus ojos recuperaron la luz, la escuchó decir:
- ¡Chao! Estando ya, de espaldas y abriendo la puerta para
marcharse. Él vio entonces sus espaldas, caderas y piernas
de mujer que antes no había querido apreciar; recién
sus ojos vislumbraron la belleza de su tez blanca y de ese pelo rubio
cayendo de cascada, acariciando sus hombros; recién recordó
el color mate de sus ojos expresivos. Recién ahora, le descubría
la belleza delicada y la fragilidad sorprendentemente de mujer.
Transcurrieron tres días en que durante las reuniones, ambos
se hablaban y conversaban con sus miradas, las que al encontrarse
parecían hacer bailar sus pupilas, miradas ardientes y fogosas
que revelaban la ansiedad de la muchacha por convertirse en mujer,
cuando volvió a ser enviada por su padre, insistiendo en la
invitación. Esta vez no golpeó la puerta, solamente
la empujó y abrió, entrando sin mediar palabra y se
paró apoyándose en la mesa redonda barnizada de color
caoba, ubicada en un costado del cuarto, cerca de la puerta.
- De nuevo me mandó mi padre... a invitarle...
¡No! ¡No voy a ir! - Dijo el hombre con firmeza, parándose
de la silla y acercándose a la muchacha-. Y tú sabes
porqué... Y él también lo sabe.
- ¡Bueno!... Yo le diré lo mismo que antes. Replicó
ella, al tiempo que hacía correr sus brazos por el cuello del
hombre, atrapándolo contra su cuerpo donde siguieron minutos
de caricias intensas donde sus miradas, se dijeron todo lo que no
habían dicho antes, convirtiendo a la mesa en anfitriona y
responsable de soportar el peso de los dos cuerpos y la muda testigo
que observó elevarse en un vuelo hacia la historia personal
de los seres, la pureza de una niña transformada en mujer.
Como muchas veces, el viejo que contaba la historia, volvió
a toser y esta vez un desgarro en su boca, le obligó a escupir.
Alfonso abrió los ojos para ver el escupitajo y sorprendido,
miró nuevamente el rostro cadavérico del veterano.
- ¿Ta' enfermo amigo?
- ¡Noo...!
-¡Shis! ¿Y como ta' escupiendo sangre? El viejo, parecía
tener prisa en contar la historia, fingió no escuchar y continuó
su relato.
- Pocos días duraron las vivencias de amor, porque llegó
el día de la fiesta y se hizo la peregrinación, encabezada
por el cura que vino de la ciudad. La muchacha no llegó. Se
quedó en cama, porque tenía vómitos. Le dijeron
cuando preguntó.- Se agarró uno de esos resfriados de
verano. Le aseguraron.
Por la tarde, aprovechando el vehículo del cura, el hombre
se marchó, llevándose en el cristal de los ojos, la
sonrisa alegre y coqueta y, en su pecho, aferrando con sus brazos,
los recuerdos del cuerpo frágil y liviano.
Un año pasó como un siglo, tiempo que el hombre anduvo
inexistente, como penando en vida, en su mente no cupo más
que una imagen y en su pecho un sólo anhelo; volver allí
para encontrarla. El paisaje era el mismo, la iglesia pegada a las
casas patronales y unas cuantas pequeñas sembradas en el llano,
los caminos tenían el mismo polvo con olor a orines y poleo.
Las zarzamoras aún permanecían echadas como aves empollando
pequeños huevos negros. Al conversar con la nana de las casas
supo que el patrón ya no era el mismo, que estuvo a punto de
quedar demente y que de las tareas del fundo se encargaba ahora su
hijo mayor. El patrón se quedó medio loco, en mayo del
año pasado, cuando supo que la hija estaba de cuatro meses,
esperando guagua. El hombre, no dijo nada, más bien no pudo
decir nada, sus ojos se agrandaron y un signo de interrogación
se apoderó de su rostro. - La niña. Continuó
contando la mujer.- No dijo de quien estaba esperando y enrabiado
el patrón, por sacarle la verdad de quien era el padre, la
amarró en el espino grande de los corrales y la azotó
hasta que se cansó, después entró a la casa y
se tomó unas botellas de vino, no supo cuantas, pero sobre
el comedor se quedó dormido. Cuando despertó, estaba
aclarando y llovía a chorros, había llovido toda la
noche, en el espino, la lluvia todavía no borraba unas manchas
de sangre, a dos metros un zapato, los cordeles cortados como con
los dientes, los perros dormían como recién comidos.
El patrón, al no ver a su hija como la había dejado,
y ver por los suelos el agua caída durante toda la noche y
a los perros tan tranquilos; los ojos se le pusieron rojos y como
saliéndose de las cuencas, el cuerpo pareció agrandársele,
como si otro ser se hubiese metido en él. Se dio vuelta y entró
a la casa, regresando con una escopeta con la que mató a los
cuatro perros . Desde entonces, cada vez que llueve, la vista se le
vuelve perdida, las pupilas le dan vueltas de un lado a otro, sin
fijarse en nada, se sienta en los peldaños de la casa, mira
el espino y llora. Muchas veces en sus períodos de lucidez
le dicen que él no la mató, que no se la comieron los
perros, que alguien la sacó y se arrancó con ella, quién
sabe dónde.
El Hombre, sentado en el otro extremo del banco, vuelve a toser,
a carraspear y bota un nuevo escupitajo rojo y un brillo sudoroso
le inunda el rostro sin color, en sus palabras entrecortadas, sacadas
como con sacrificio desde adentro, se observa una especie de cansancio
que sólo pudo ser vencido por la necesidad de contarlo, para
aliviar un dolor interior que seguramente lleva escondido por mucho
tiempo, destrozándole esa cavidad inubicable, donde los creyentes,
como él, aposentan el alma. Se lleva la mano a los ojos para
limpiarlos y baja la diestra para apoyarse. El muchacho lo vio mareado
y no dudó que estaba verdaderamente enfermo. ¿Parece
que está bastante malito usted amigo? Le dice.- Vamos andando
mejor. Yo lo acompaño para que no vaya a quedar botado.
- Es que... Se me vinieron encima los años. Le voy a agradecer
que me ayude a pasar la calle. Yo vivo allí, en el Hogar. El
viejo aún parecía inquieto, como si algo continuaba
molestándole por dentro y con un gran esfuerzo, uniendo de
a poco las palabras entrecortadas continuó conversando.
- Y desde entonces hijo, aquel hombre se siente como estar de espaldas
cargando sobre su pecho un gran peso, lleno de piedras de culpa que
lo aplastan y le aprisionan como para reventárselo y no se
lo revienta porque tiene un hueco de esperanza que lo alimenta y lo
hace vagar por todos lados. Hay algo que le dice que lo de los perros
no es cierto, que la muchacha debe estar en alguna parte, cargando
con su destino el peso de su sangre y él busca su sangre y
a cada joven como tu que ve, le habla, le conversa como si fuera su
hijo. Como si fuera el manzano que cargado por la fuerza que le dio
la tierra, desenganchó la rama con el fruto más preciado
y algo le dice que esa rama, arraigó pegada a la tierra, que
debe haber criado raíces y debe estar viva y, quiere unirla
al tronco. No quiere dejar ni una hoja que su tronco haya alimentado,
perdida en la tierra y, se desespera cuando ve la muerte que lo merodea.
Se aferra a la vida y tiene miedo de morir. No porque le tenga miedo
a la muerte, sino, porque no cumplió en la tierra con su tarea
destinada y siente que tiene algo pendiente.
TRES
Varios días después, Alfonso, tomándose un
té en compañía de su madre, antes de ir a la
cama, se acordó del viejo y le relató la historia que
había guardado en su mente con una inusual atención,
y fue repitiendo a su madre, detalle por detalle lo relatado por el
viejo, quien había impregnado al joven, sentimientos de compasión,
porque pese a que las palabras le salían con dificultad, estaban
dotadas de gran fuerza, resultando evidente el enorme sufrimiento
y la intranquilidad con que ese hombre había vivido, a contar
del momento en que se impuso de los hechos, de los que se culpó.
Le remordía la conciencia, se le removía el pecho, se
le revolvía el alma con los sentimientos, colmando de inquietud
sus días. Cuando hubo escuchado parte de la historia, la mujer
se sorprendió, sin embargo, sin decir nada, ni mostrar gesto
alguno, lo escuchó tranquilamente, prestando atención,
lo que no causó extrañeza en Alfonso, porque ella tenía
por costumbre, escuchar siempre con atención las conversaciones
de su hijos. Al terminar la historia, el joven dejó ver que
no le asombraba el castigo de la niña, ni la suerte que ésta
hubiese corrido en las fauces de los perros, ni el trastorno o demencia
en que quedó el patrón, sino, le preocupaba el dolor
que debía embargar al hombre enfermo, que conoció en
el parque.
- El viejo, ¿No te dijo, si él, era el hombre de la
historia? Consultó la madre. El muchacho pensó un rato
y respondió, inseguro.
- No... Parece que no... Después afirmó. No. Nunca
me lo dijo y no se me ocurrió preguntarle, pero yo me quedé
pensando que es él quién sufre y más que la enfermedad
física que parece que lo está matando, está enfermo
de adentro.
-¿Me dijiste que fuiste a dejarlo donde vive?
-Sí.
- Entonces, mañana vamos a verlo. Dijo con firmeza la madre.
- ¿Porqué? ¿Para qué? Preguntó
extrañado.
- Bueno. ¿No es un hombre enfermo?
-Sí.
- ¡Entonces! Vamos a verlo. Ahora a dormir.
La construcción antigua de la casa, de altas murallas de adobe,
mostraba en su parte baja, el paso de los años, de sus tabiques
de barro se observaban algunos trozos desprendidos, a causa de la
humedad emanada de la tierra, de las lluvias de los inviernos, de
los orines de los perros, de los hombres.
- ¡Pregunta! Dijo la madre.
- ¿Y por quién voy a preguntar? No sé como se
llama.
- Bueno... Da las señas. En ese instante, otro anciano sale
de un portón aledaño, con un paquete en la mano y Alfonso
lo asedia.
- Tiene que haber sido Don. Pedro. Respondió. Al escuchar
el nombre, un frío recorrió el cuerpo de la mujer y,
empalideció.
- Pero murió ante di'ayer. Continuó.- Ahorita, recién
salieron con él pa' la misa. En la parroquia de la vuelta …
Dicen que de tuberculosis.
El rostro de la mujer estaba cristalino cuerpo frío, permanecía
inmóvil, cual esfinge de hielo junto al joven. En ese instante
pensó que debía contarle a su hijo, el resto de la historia
que no conocía, cuando escuchó su voz baja, casi murmurando.
- Yo voy pa' la parroquia.
- Te acompaño. Pero yo tengo que volver luego.
Al llegar a la iglesia, un grupo de senescentes mal vestidos, cargaban
un ataúd sin barniz que descansaron al llegar a la puerta,
bajando el féretro sobre unas baldosas rojas, donde un cura
corpulento y barrigón, vistiendo una túnica morada,
con un libro negro entre sus manos y un hisopo entre sus dedos, con
el que comenzó a derramar agua humedeciendo las pocas flores
instaladas sobre el cajón, salpicando también, la cara
de algunos asistentes cercanos, que respondieron a coro - Amén.
Cuando el cura terminó el responso.
-" Estamos aquí, para orar por el eterno descanso del
alma de Pacífico Antonio Briones Salazar, a quién te
pedimos cojas en tus brazos y aceptes en tu Santo Reino". Al
escuchar el nombre, la mujer abrió los ojos, suspiró
profundo y clavó la vista en el suelo, permaneciendo allí,
estática, adherida a las baldosas, mientras los hombres se
ponían en movimiento para levantar el ataúd de las manillas
laterales e instalarlo sobre un carro con ruedas de bicicleta que
esperaba al bajar la calle. Alfonso se encontraba conmovido por la
muerte de aquel hombre, al que nunca antes había visto, pero
que en el corto tiempo de contarle una historia lo había conmovido
al punto de ganarse su aprecio. No sabía que decir. No tenía
palabras y por rebuscar algo, sin saber qué, le preguntó
a su madre.
- ¿Y usted?... ¿Porqué quería verlo?
- Porque él no sabía toda la verdad. A la niña
embarazada la desataron del árbol, mientras su padre dormía
la borrachera, se la llevaron lejos y nunca le dijeron la verdad.
Y tampoco a este hombre, ¿que si la buscó? nunca la
encontró y lo alcanzó la muerte con sus sentimientos
destrozados.
- ¿Y como lo sabe usted?
- Por la misma razón que se que este hombre es... era...La
mujer titubeó un rato y se dio fuerzas para terminar- Era...
tu...tu pa...tu padre.
Alfonso, achicó los ojos, sorprendido sintió que lo
tomaban de los brazos y lo levantaban tan alto, como la cúpula
de la iglesia y lo soltaban de repente; sintió una sensación
de vacío en el estómago, sus piernas flaquearon, el
rostro empalideció como su mente y, creyó por un instante
estar suspendido, luego recordó las palabras del viejo, cuando
aludió al manzano y pensó que él era esa rama
que se desprendió del tronco cayendo a la vida, para luchar
con el tiempo y enraizarse en la historia.
El frágil carro, comienza a moverse tirado por dos hombres
y Alfonso da uno... dos pasos.
- ¿Dónde vas? Le consulta la madre desde sus espaldas.
Al volverse, dos pequeñas gotas, brillan como perlas posadas
en sus mejillas morenas y sin saber que hacer, indeciso, humilde,
escondiendo la cabeza entre sus hombros le dice.
- No sé... Para allá... ¿Me dejas? ... ¿Puedo?
...Tras ellos... No sé... ¿Nos vamos a la casa?.. A
dejarlo.., ¿Puedo?.. No sé. Traspasando a criterio de
su madre cualquier decisión.
- Bueno. Dice la mujer, instalándose a su lado. - Pero tenemos
que volver rápido porque tengo ropa que entregar. Y ambos se
sumaron a la no más de una decena de personas que acompañaban
el carro, portando el féretro.
ENRIQUE ARAVENA RAMIREZ,
nacido en Talca, en la mitad de siglo pasado, (1948 ) es autor de
numeros relatos . Ha trabajado por largo tiempo en el norte Chileno,
(Maria Elena, Pedro de Valdivia, La Escondida, Potrerillos, Pampa
Yumbes, Minera Los pelambres.) por lo que gran parte de su narrativa
tiene vinculación con la cultura minera y los paisajes desérticos,
sin embargo no está ausente lo social y lo urbano como estos
Microcuentos que él llama Ejecuenticios (o ejercicios para
cuentos) que entrega como un aporte literario a la cultura de nuestro
país, con pasajes de la idiosincrasia de nuestro pueblo.
Enrique, escribe a intervalos en medio
de las exigencias del trabajo faenero en la gran minería de
Chile y su constancia ha permitido que su narrativa tenga un alcance
nacional y permanente.
Leer mas del autor: "El
lagarto del conventillo" Cuento
"El
visitante de la calle de las viudas"