EL
MINERO CHICO
(CRÓNICA
DE UNA MITOLOGÍA)
Por Enrique
Aravena Ramírez
Saliendo desde Santiago, por el camino de Farellones, con destino
a la cordillera, se nos presenta el perfil majestuoso de montañas
verdes y grises, enjoyadas por el Arrayán, rio cristalino y
verdoso de sulfato de cobre; Cobre que trae desde el estero San Francisco
y la Mina Los Bronces, junto a las ansias sin sosiego de los mineros
recios y fieles servidores de la potencia extranjera. El paisaje maravilla
a los ojos del hombre desde su inicio e impresiona a medida que nos
vamos
adentrando en los cerros montañosos y penetrando en el seno
mismo de los macizos andinos. Siguiendo este camino que bordea aguas
sobre tierras absortas, poco a poco se va levantando el imperio de
la piedra, en gigantescas montañas, donde canta el viento su
lujuria libre para hacer caer la vida cósmica de los seres
y hacer caminar lenta la ilusión de los hombres. Pasando el
sector de los Maitenes, comienza a disminuir la vegetación
y ya en Paso Marchant, los cerros dejan el gris de las montañas
y una mezcla de rojos y cafés de las rocas envejecidas, se
apoderan de las piedras infértiles imprimiéndole un
color ocre al paisaje.
La vegetación se va con las aguas del estero, para quedar
por un instante en el olvido, sólo el coirón y la llareta
logran en parte sobrevivir a la infertilidad de las piedras y hielos
de la nieve. El deshielo forma aquí, pequeños hilos
de agua que poco a poco se van juntando para llevar a Santiago un
caudal de esperanzas y, a veces de muerte, cuando las crecidas repentinas
o las avalanchas de nieve encuentran desprevenido a un minero humilde
en el ejercicio de su oficio sencillo.
Los Bull-dozers y grandes palas mecánicas han construido
ahora, caminos expeditos para el transporte del mineral desde la mina
y servido a su vez como gomas de borrar que fueron desvaneciendo las
historias de esas viejas huellas de muleros y pirquineros que alguna
vez se escribieron con flores y oraciones en cada gruta de las ermitas
que yacen a un costado de las rocas.
El lugar denominado Agua de los Machos, era el primer descanso de
los muleros y sus mulas cargadas de mineral. En unas pequeñas
vertientes de aguas cristalinas que brotan desde las rocas, saciaban
el cansancio y se abastecían del líquido vital para
iniciar el largo descenso hacia Santiago, devorando lomas y cárcavas
de esta femenina y excitante cordillera de Los Andes.
Los dos grandes cerros que bordean el estero, parecen dos piernas
femeninas que a tres mil ochocientos metros del nivel del mar, se
juntan formando un cajón de rocas donde un día anidó
el Cóndor que se ahuyentó con la dinamita. Sólo
en las quebradas más profundas y los picos más altos,
anidan hoy unos copos de nieve coronando el reinado de la piedra.
Allí, entre cima y cima de las rocas ocres que se tornan rojizas
con el ocaso, se agitan día y noche los sueños no cumplidos
de los hombres que por años han ido endureciendo sus callos
con el barreno, enrojeciendo su piel con el cobre y endureciendo las
paredes de sus pulmones con el polvo silicoso. Aquí en este
cajón de piedras con más de ochocientos metros de altura,
se asentaron un día los túneles, socavones chiflones
y estocadas de la mina Los Bronces, donde el minero penetró
el vientre mismo de la Cordillera de Los Andes, para hacerla parir
mineral. Estos túneles (que ya no existen por el cambio del
sistema de explotación a tajo abierto) que en su interior se
encontraban sembrados de grutas recordando el último instante
de vida de un hombre que amó la mina y se entregó a
ella, fueron los primeros callejones de las correrías de El
Minero Chico, que el mito y la leyenda, ubicó su morada en
los socavones de profundidad negra.
De este ser, un tanto mitológico, circulan muchas historias
en la mina, principalmente entre los mineros más antiguos :
Cuéntase que junto a los primeros cateadores y muleros que
descubrieron los yacimientos de mineral en estos cerros, subió
también, provisto de pala, pico, morral y su mula, un joven
que en ese entonces no debía pasar los dieciséis años,
bajo de estatura, grueso y brazos cortos, al que perfectamente podrían
haberle apodado El Enano, con el correr de los años en que
temporada a temporada no dejó jamas de subir, fue llamado con
respeto, El Minero Chico.
Muchos años fueron pasando y muchos nombres quedando en el
camino, algunos por edad y otros por las imprevistas desgracias ocurridas
en la odisea de subir y bajar caminos que circundan laderas y roqueríos
junto a precipicios de piedras sedientas de sangre.
Cincuenta años pasaron y jamas El Minero Chico, dejó
un año de subir y escudriñar el vientre de la cordillera.
Con pico, masa y barreno, cavó los primeros socavones y túneles
en busca del mineral, arrebatándole así, su virginidad
a la cordillera, penetrando en los túneles húmedos y
profundos de sus entrañas. La montaña sintió
que le cosquilleaba en su interior el golpeteo del barreno diestro
y se acostumbró al hombre, cual mujer enamorada y primeriza,
fue demostrándole su amor, cada vez con mayor fecundidad, engendrando
en sus entrañas más cobre, hierro, calcio, oro, plata
y otros minerales con los que sabía podía satisfacer
los anhelos y lujuria del hombre.
No en vano el tiempo fue pasando y en el cuerpo de El Minero Chico
su huella dejando, haciendo sentir en sus huesos el paso de los años
y del trabajo duro de su oficio sencillo. Ya anciano, no se sentía
capaz de subir la montaña y montarse una vez más en
la cordillera. Con un último esfuerzo, sería este el
último año en hacer la proeza. Subió con nostalgia
mirando las piedras ocres y los cerros abruptos, los que también
parecían haber alargado sus picachos, imprimiéndole
al paisaje un rostro de tristeza. Esta vez, el ascenso fue duro y
sintió la puna antes de llegar a su destino y casi a cuatro
mil metros de altura, sintió que le faltaba el aire, no obstante,
decidió que debía cumplir su último cometido
y cargando sus herramientas, volvió a penetrar el vientre de
la cordillera en un túnel del Cerro Infiernillo. La cordillera
acostumbrada a él, volvió a sentir el cosquilleo del
barreno diestro y la tibieza del cuerpo del hombre en su interior.
El aire no fue capaz de llenar sus pulmones,- perdón- los pulmones
envejecidos no fueron capaces de absorber el aire suficiente y allí
se quedó, dejando su espíritu vagar por los gélidos
socavones, custodiando el mineral.
Frío ya el cuerpo, lo encontraron otros mineros que lo recogieron,
lo acomodaron en los morrales sobre el lomo de su propia mula y se
aprestaron para bajarlo a la ciudad, donde deberían darle una
sepultura acorde con sus creencias, pero al pretender salir del túnel,
se encontraron que la cordillera había nublado su cielo y derramaba
lágrimas en copos de nieve, obligándolos a buscar refugio
en el mismo túnel. Varios días pasaron y la cordillera
no dejaba de llorar, en varias oportunidades parecía terminarse
la tormenta y los rayos del sol aparecían ratificando el esperado
momento, pero cuando intentaban deseosos iniciar el descenso con el
cuerpo de El Minero Chico, volvía a caer una cellisca y los
vientos blancos, les impedía moverse del refugio, como si la
cordillera no se conformara con dejar allí , tan sólo
el espíritu del dueño de su virginidad y que por tantos
años la había poseído, sino también, quisiera
su cuerpo, que le pertenecía.
Pasado varios días, llegó el momento en que los mineros
no fueron capaces de soportar el hedor nauseabundo que expelía
del cuerpo y decidieron cavar allí, en una estocada del mismo
túnel, una fosa para dejar descansar aquí los restos
sin vida de El Minero Chico. Entonces se despejó el cielo,
quedando perfectamente sereno, sin muestra de la más pequeña
nube que pudiera vagar solitaria y, desde la altura el sol apareció
generoso esparciendo sus rayos sobre los picachos coronados de radiante
blanco.
Así, la cordillera dejó cuerpo y espíritu de
El Minero Chico, rondando los chiflones, túneles, socavones
y estocadas de la mina Los Bronces, donde todos los mineros hablan
de él y muchos aseguran haberle visto. En oportunidades - cuentan
- aparece a cierta distancia de los mineros solos y los acompaña
por largos ratos, en el interior de la mina, con la lámpara
encendida sobre la frente de su casco, para desaparecer después
en un recodo o una estocada. Cuéntase también que cuando
este ser mitológico aparece, no pasan más de dos o tres
días sin que ocurra una desgracia en que alguno de los mineros
más antiguos y sufridos pierde la vida. A creencia de muchos,
es el propio Minero Chico, que cada cierto tiempo viene a buscar a
otro de los suyos para hacerle compañía y para otros,
es sólo un mensajero de la cordillera, la que se enamoró
de otro ser, que deja su espíritu vagando por estas lomas abruptas
y pernoctando en los socavones oscuros de profundidad negra.
ENRIQUE ARAVENA RAMIREZ, es autor de
numerosos relatos, nacido en Talca, en la mitad de siglo pasado, (1948
) ha trabajado por largo tiempo en el norte Chileno, (Maria Elena,
Pedro de Valdivia, La Escondida, Potrerillos, Pampa Yumbes, Minera
Los pelambres.) por lo que gran parte de su narrativa tiene vinculación
con la cultura minera y los paisajes desérticos, sin embargo
no está ausente lo social y lo urbano como en sus Microcuentos,
que él llama Ejecuenticios (o ejercicios para cuentos) que
entrega como un aporte literario a la cultura de nuestro país,
con pasajes de la idiosincrasia de nuestro pueblo.
Enrique, escribe a intervalos en medio de las exigencias del trabajo
faenero en la gran minería de Chile y su constancia ha permitido
que su narrativa tenga un alcance nacional y permanente.
Leer mas del autor:
"El lagarto del conventillo"
"El
visitante de la calle de las viudas"
"La otra rama"